lunes, 17 de marzo de 2008

LA ORACIÓN DEL PADRE DIMITRIOS

La oración del padre Dimitrios

El padre Dimitrios Psaltis recitó lentamente la última oración de la divina liturgia: “Por las oraciones de nuestros santos padres, Señor Jesucristo, Dios nuestro, ten piedad de nosotros”. Acabada la ceremonia, mientras se quitaba el felonion continuó repitiendo mentalmente las últimas palabras: “Ten piedad de nosotros”.

Un poco más tarde, mientras rezaba la oración de san Basilio: “Tú eres el pan de vida y el dador de bienes, y a ti te glorificamos”, sintió, como le había sucedido ya otras veces, una angustia indescriptible. Eso le pasaba siempre que se ponía a considerar a fondo una palabra, al parecer insignificante :”nosotros”.

“Ten piedad de nosotros. ¿De quiénes? De nosotros, los ortodoxos. A ti te glorificamos. ¿Quiénes? Nosotros, los ortodoxos”. El padre Dimitrios notaba que el corazón se le estrujaba. Sentía que alguien le decía que estaba equivocado. Sí, estás equivocado, Dimitrios Psaltis, porque el Señor Jesús también es el Señor de otros muchos. Además de los ortodoxos, muchos otros, millones, pronuncian las palabras: “Por la oraciones de nuestros santos padres, Señor Jesucristo, ten piedad de nosotros. Ten piedad de nosotros. A ti te glorificamos”

El padre Dimitrios clavó los ojos en el rostro severo del Pantocrator. “¿Estoy equivocado, Señor?”. El icono permaneció impasible, pero en el corazón del padre Dimitrios se hacía la paz: “Ten piedad de nosotros, los cristianos. A ti te glorificamos, nosotros, los cristianos”.

El padre Dimitrios Psaltis abandonó la iglesia más tarde que de costumbre. Se dirigió a su casa más rápidamente que de costumbre. Pensaba en los cristianos de Occidente. ¿Qué evocaban en él esas palabras? Se le vinieron a la mente, en tropel, una multitud de epítetos, leídos en los libros, escuchados en los sermones, en las conversaciones: Francos, cruzados, asesinos, ladrones, herejes, cismáticos, papistas. El nuevo padre Dimitrios sonrió un poco burlonamente al viejo padre Dimitrios. “¿De veras crees en todo eso? ¿Sabes algo más sobre los cristianos de occidente?”

El padre Dimitrios caminaba rápidamente. De pronto, se detuvo. Sus ojos jugueteaban con las letras de un letrero: “Librería Católica”. En otros tiempos, los hubiera apartado inmediatamente. Pero esta vez, el nuevo padre Dimitrios intervino: “Entra, pide un libro”. El viejo padre Dimietrios apenas tuvo tiempo para exclamar de un sobresalto: “¿No será pecado?” Pero ya el nuevo padre Dimitrios franqueaba con paso decidido el umbral de la librería católica.

Todavía el viejo pudo articular: “Te pueden ver”. Por desgracia para él, en ese preciso instante, el nuevo padre Dimitrios hablaba con una señorita que salió a su encuentro. El padre Dimitrios creyó percibir en su rostro una mezcla de sorpresa, de susto y de esperanza. “No creas que vengo a convertirme en uniata, le dijo mentalmente”. Y con voz claramente perceptible añadió: “Un libro, por favor”. “¿Sobre qué, padre?”. “Sobre..., bueno... ¿Tiene un libro de oraciones..., o algún libro escrito por el papa de Roma..., o la vida de un santo..., o una historia de la Iglesia Católica?”.

Una media hora más tarde, el padre Dimitrios Psaltis salió de la Librería Católica. Había comprado seis libros. Ese mismo día, por la tarde, el padre Dimitrios salió a recorrer las calles de Atenas en busca de más libros sobre los otros cristianos occidentales. ¡Qué poco sabía el padre Dimitrios acerca de los anglicanos, de los luteranos...!

En los meses siguientes el padre Psaltis había establecido relaciones con un sacerdote católico, ateniense como él, el padre Petros Marangos, jesuita, y con un canadiense anglicano, Alexander Morris, que residía en Atenas con el único objeto de estudiar la teología oriental. Los tres no tardaron en darse cuenta de que una misma preocupación los atormentaba. “¿Por qué los cristianos estaban separados? ¿Qué hacer para lograr la unión de los cristianos? ¿No había dicho Jesús: Que sean uno?”.

Los tres se reunían todos los sábados en casa del padre Dimitrios, con grandes precauciones, por temor a sus respectivos correligionarios. Leían juntos los Santos Evangelios, rezaban el credo niceno-constantinopolitano, el padrenuestro, el sanctus, algún salmo y el Magnificat en honor de la Zeótokos, de la Madre de Dios. Ninguno de los tres se sentía inclinado a la polémica, a averiguar quién tenía la culpa de que la “túnica inconsútil” de Cristo se hubiera desgarrado. Se dieron cuenta de que se hallaban frente a un misterio, frente a un problema humanamente insoluble. Hacían lo único que podían hacer: rezar en común por la unión de los cristianos. Se comunicaban mutuamente sus riquezas, y sobre todo, trataban de “amarse los unos a los otros”.

Una tarde el padre Dimitrios pasó frente a la iglesia de los padres jesuitas. Decidió visitar a su amigo, el padre Petros. El padre Petros Marangos lo hizo pasar a su cuarto. “Justamente, estaba pensando en ti”, le dijo. ”Quiero saber tu opinión sobre un artículo que estoy escribiendo: Que la integridad de la fe cristiana no sea obstáculo, sino más bien invitación y vínculo para restaurar la unidad con la sede de Pedro”.

El padre Dimitrios sonrió. “Ya sabes lo que opino al respecto. ¿Cómo puedes pensar que yo crea que la única solución está en que los no católicos, tus hermanos separados, pidamos a gritos la admisión en la Iglesia Católica Romana? No. Si yo estoy convencido de algo, es de que pertenezco a la Iglesia verdadera, a la única Iglesia fundada por Cristo’. Son ustedes los que se han separado de nosotros”.

Dijo el padre Petros: “¿Sabes lo que me dijo Morris sobre todo esto? Vino ayer a pedirme prestado un libro del padre Henri de Lubac. Dice lo de siempre, que la Iglesia de Cristo, la Iglesia verdadera, está formada por tres ramas: la Iglesia Católica, la Iglesia Ortodoxa y la Iglesia Anglicana. Que por lo tanto, es un absurdo pedir que los no católicos ‘regresen al redil” para formar un solo rebaño, la Iglesia Católica, bajo un solo pastor, el papa”.

Dijo el padre Dimitrios: “A mi modo de ver, todas las soluciones son absurdas menos una”. Dijo el padre Petros: “¿Quieres que Morris y yo nos hagamos crecer la barba y nos vayamos al monte Athos?”. “Yo sé que si te digo que lo mejor sería que todos se hicieran ortodoxos, me mirarías como se mira al loquito que se cree Alejandro Magno”. “Entonces, ¿qué propones?”. “Que no intentemos exprimir más nuestros pobres cerebros, y que hagamos lo que estamos haciendo hasta ahora: rezar, tener confianza y esperar.”

“De acuerdo, pero hay que hacer algo más. Ya te he hablado muchas veces del cardenal Agustín Bea. Sus ideas me gustan muchísimo. Nos recomienda a los católicos, ante todo la oración y el sacrificio, pero también la colaboración con ustedes en los asuntos temporales, la investigación científica, las reuniones interconfesionales, etc. En mi artículo pienso escribir, más o menos, sobre todo eso. Para acabar, copiaré una frase del cardenal Bea. Te la voy a leer, a ver qué te parece: ‘El éxito de nuestros trabajos es asunto de Dios, Y Dios es todopoderoso. Les es imposible a los hombres realizar la unión, pero no a Dios. Dios todo lo puede’ ”.

Al regresar a su casa, el padre Dimitrios se decía a sí mismo: “Todo esto me deprime.. Quisiera hacer algo, pero me hallo sin fuerzas. Todos somos buenos, todos somos sinceros, todos tenemos voluntad, pero ¿quién posee la verdad? Señor, tú lo sabes. Dínoslo”.

El padre Dimitrios rezaba fervorosamente: “Señor, te pido que me ayudes con tu gracia. Rey celestial, consolador, espíritu de verdad, tesoro de todo bien y dispensador de vida, penetra en mi corazón, habita en mi alma y purifícala. Quiero vivir íntegramente, con toda fidelidad, mi vida cristiana. Sé que eso no será un obstáculo para la unión. ¿Cómo puede ser un obstáculo desear cumplir tu santa voluntad? Señor, haz que conozca tu santa voluntad”.

El padre Dimitrios llegó a su casa. Ante un icono del Salvador repitió una vez más la oración que rezaba, desde hacía ya tiempo, todos los días: “Ten piedad de nosotros, los cristianos. A ti te glorificamos nosotros los cristianos”.

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