viernes, 22 de febrero de 2008

Los jesuitas y la conquista

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LOS JESUITAS Y LA CONQUISTA

El derecho de conquista

Se expone la doctrina de los jesuitas sobre la licitud o ilicitud de la ocupación de las Indias Occidentales, por parte de España, y de su permanencia en ellas. Francisco de Vitoria, O.P. somete a profundo análisis la doctrina tradicional del llamado "Requerimiento" sobre la licitud, tanto de la ocupación española de las Indias Occidentales, como de las guerras de conquista. Con él se abre una nueva vía de interpretación y solución al problema, que termina por imponerse en las aulas de la Universidad de Salamanca con la ayuda de sus discípulos inmediatos: Domingo Soto, Diego de Covarrubias, Melchor Cano, Martín de Azpilcueta y Alfonso de Castro.

Las nuevas tesis prenderán con el mismo vigor en las Universidades de Alcalá, Evora, Coimbra y en otros centros universitarios de la península ibérica, hasta invadir los ambientes de toda Europa y del Nuevo Mundo Hispánico, por medio de los profesores que se habían formado en las aulas universitarias de Salamanca. Ha surgido la escuela de los dominicos de Salamanca como comunidad de pensamiento que se va transmitiendo de maestros a discípulos a través de sucesivas generaciones. Dentro de ella se mueven también los maestros jesuitas que estudian el problema de la conquista española de América: Francisco Suárez, Francisco de Toledo, Juan de Maldonado, Luis de Molina, José de Acosta, Juan de Salas, Fernando Pérez, Fernando Rebello y Pedro Luis.

En el estudio global de la ética de la ocupación es preciso distinguir entre la ocupación propiamente dicha de las Indias Occidentales por los españoles y las guerras que surgían con posterioridad a la ocupación. Las generaciones de maestros posteriores a Vitoria no hacen objeto de estudio la licitud de la ocupación misma, por considerar que es un problema definitivamente resuelto por Vitoria. Dan por supuestamente lícita la presencia de España en las Indias, en tanto sea necesaria para la implantación y consolidación de la fe (títulos concedidos por la bula Alejandrina) y hasta tanto los pueblos indios sean capaces de autogobernarse. España ejercía sobre ellos una forma de protectorado. Abandonar las Indias sería un enorme perjuicio para aquellos pueblos y supondría la vuelta a la infidelidad y a la barbarie. La ilicitud de las posibles guerras posteriores y los excesos cometidos no invalidan la licitud radical de la ocupación. Pero se requería la aceptación voluntaria de los pueblos indios, por pacto explícito o tácito, de ser vasallos de la Corona de Castilla. Cuando los maestros jesuitas enseñaban en sus cátedras, estaba ya expresamente prohibida por las ordenanzas reales toda guerra de expansión.

Se impone, por tanto, como necesaria la permanencia de España en las Indias. El problema que ahora surge es el de cómo debe desenvolverse esa permanencia. La ética de la ocupación se ve así prolongada por la ética del mantenimiento y administración de lo ocupado, tanto en el orden político- civil como en el orden religioso de la evangelización. En la actual situación de las Indias, sometidas de hecho a la Corona de Castilla, ¿cuándo y cómo pueden justificarse las guerras contra los indios, ya vasallos de los reyes de España?

Dos eran las razones básicas que manejaba Juan Ginés de Sepúlveda para justificar las guerras contra los indios: la esclavitud natural de los mismos y los pecados contra la ley natural, especialmente la idolatría y la infidelidad. La respuesta a estas dos razones va a estructurar las líneas arquitectónicas de la teoría sobre la guerra. De la respuesta a la primera emergerá un principio primario de orden natural que está en la base de cualquier otro principio y es siempre su presupuesto: Todo hombre, por ser imagen de Dios, es libre por naturaleza. No existe la esclavitud natural en el sentido aristotélico, que Sepúlveda pretende aplicar a los indios. Lo único que existe es o bien una simple jerarquía de orden exigido por la naturaleza misma (interpretación optimista del concepto de "esclavitud natural"), o a lo sumo, deficiencia natural, disminución natural de la capacidad humana que puede subsanarse en todo o en parte por la educación.

Acosta concluía: "Esto es, en definitiva, lo que importa: que el bárbaro no es tal por naturaleza sino por educación y costumbre, mientras que el niño y el demente son tales no por educación sino por naturaleza" (CHP 23, 293). Nunca, por consiguiente, la esclavitud natural (cualquiera que sea su concepto) puede ser título justo de guerra.

La segunda razón de Sepúlveda para justificar las guerras contra los indios encuentra en los maestros jesuitas una oposición frontal. No hay más causa de guerra que la injuria inferida. Y se infiere injuria cuando y porque se violan unos derechos que se deben al hombre por su condición de criatura racional, libre e imagen de Dios. Derechos que es preciso defender (en una respuesta proporcionada) con la fuerza de las armas, si fuera necesario: "vim vi repellere licet" (es lícito oponerse a la fuerza con la fuerza).

El derecho de defensa puede tomar la forma de autodefensa o bien de una defensa de inocentes, que no pueden por sí mismos defenderse de la injuria de que son víctimas. Aunque estos inocentes no pidan expresamente auxilio, "interpretativamente lo están pidiendo, pues pide interpretativamente quien lo pediría, si lo supiera, o quien si lo pidiera, lo pediría justamente” (Francisco de Toledo, CHP 10, 380). Por esta razón es lícito defender a los seres inocentes que en algunos pueblos de Indias se inmolan a los dioses. Pero deben preceder los legítimos requerimientos, y se ha de observar el precepto de la prudencia en toda guerra justa, de que no se siga mayor daño del que se pretende evitar. Es más, aunque sea en sí justa la causa de guerra, todavía puede ésta hacerse ilícita si falta la autorización del príncipe y una recta intención de los beligerantes, o si hay lugar al escándalo.

En consecuencia, las causas justas de guerra se reducirán a los diversos tipos de injurias resultantes de violar los diversos derechos que competen al hombre. Pues bien, hacer la guerra o privar de sus dominios y bienes a los indios por la sola razón de su infidelidad, idolatría y pecados contra la ley natural, es atentar contra sus derechos. En la fase de permanencia de España tras la ocupación, la situación de los indios es distinta. Han pasado ya a ser súbditos de la Corona de Castilla. Tampoco en esta fase se puede coaccionar a los indios ni directa ni indirectamente a abandonar su infidelidad y abrazar la fe, ni siquiera a oír la predicación, porque el acto de fe es absolutamente libre y esencialmente interno. Nunca la obligación de evangelizar puede ser pretexto para hacer la guerra. Sólo es lícito hacer frente (incluso con las armas) a quienes impiden la predicación de la fe, violando el legítimo derecho de enseñar o predicar y el legítimo derecho de oír. Pero sí es lícito compeler a los indios súbditos, mediante castigo determinado por la ley, al abandono de la idolatría y a la observancia de la ley natural.

II.- La obligación de restituir.

La doctrina de Bartolomé de las Casas, O.P. sobre la restitución por parte de los conquistadores de los bienes adquiridos en el nuevo mundo, difundida en copias desde 1546 y publicada en 1552, avalada por los dominicos Bartolomé Carranza y Melchor Cano, tuvo gran resonancia sobre todo en el Perú (B. de las Casas. Obras. Biblioteca de autores cristianos. CX, 235-249). Algunos conquistadores, como los encomenderos de Charcas Lope de Mendieta y el cronista Pedro Cieza de León, se atuvieron estrictamente a esas normas en sus disposiciones testamentarias (G. Lohmann Villena. Restitución por conquistadores y encomenderos. Anuario de Etudios Americanos, 23 (1966), pp. 22, 23). Muchos dudaban de la obligación de restituir, duda de la que participaban no pocos confesores, entre los cuales había quienes absolvían a los conquistadores sin más.

Aun antes del envío de jesuitas a las Indias españolas, la Compañía tuvo que enfrentarse al problema, sobre todo en Sevilla, ciudad en la que vivían muchos conquistadores e hijos de éstos, o a donde llegaban por negocios u otros asuntos. El P. Diego de Avellaneda, provincial de Andalucía, escribió el 6 julio de 1563 al P. Juan de Polanco, secretario del P. General Diego Laínez, quien se encontraba entonces en el Concilio de Trento: "... son terribles los pareceres de teólogos que en Salamanca y Alcalá han dado que (los conquistadores) son obligados a restitución y cierto que acá nosotros tomamos por medio no confesar a los conquistadores hasta que se liquide esta duda y que me holgaría mucho in Domino (en el Señor), que al menos supiésemos acá el parecer de nuestro padre (Laínez) para que éste nos quietara en lo que hubiésemos de hacer". Indicó además Avellaneda que el portador llevaba una carta para Laínez, pidiendo una definición del concilio sobre la materia (ARSI. Hisp. 100, f. 238 v; MHSI. Polanci complementa I, 385).

Pocos años después, habiendo decidido ya el P. General Francisco de Borja el envío de jesuitas a las Indias españolas, el P. Bartolomé de Bustamante, comisionado para organizar la expedición del primer provincial Jerónimo Ruíz de Portillo, envió a este algunos "avisos" al respecto el 31 de mayo de 1567, en los que le dice que, en la medida de lo posible, los jesuitas deben excusarse "con mucha blandura y comedimiento de confesar a conquistadores", por tratarse de un punto en el que están divididos los religiosos y letrados (MHSI. MAF, 170). El mismo Borja le escribió el 13 de agosto de 1567: "... no se determinen en absolver ni en condenar a los primeros conquistadores de las Indias y sucesores..., porque tienen muy honesto título para eximirse de este cargo diciendo que las religiones (órdenes religiosas), que tantos años han estado en las Indias, hallan tanta dificultad en la determinación, y ansí sería temeridad que nosotros, acabando de llegar, quisiésemos ser jueces, y con esto pueden estar mucho tiempo mostrándose indiferentes hasta, como se pretende, haya determinación de universidades y letrados que por orden de su Majestad lo averigüen (MHSI. MPer. I, 143, 144).

Así pues, Borja ratifica con su autoridad la actitud tomada por los jesuitas de Sevilla de abstenerse de confesar a los conquistadores. Llegado Ruíz de Portillo a Cartagena de Indias, escribió a Borja el 2 de enero de 1568: "Deseamos mucho tener de V.P. la resolución de cómo nos habremos con los encomenderos, conquistadores y mercaderes destas tierras, porque en un concilio provincial que se hizo en la ciudad de los Reyes (Lima), donde obispos y letrados de todas religiones (órdenes religiosas) han hecho unos decretos y modo que parece pío y seguro; y según lo del concilio provincial es suficiente causa para que nadie se escandalice de nosotros, y nosotros quedemos seguros" (MHSI. MPer. I, 176). Ruíz de Portillo no se refería ni al Primer Concilio de Lima I (17 de mayo de 1551-20 de febrero de 1552), ni al Segundo concilio de Lima (2 de marzo de 1567-21 de enero de 1568), sino a un sínodo convocado por el arzobispo de Lima Jerónimo de Loaisa, O.P., en el que éste el 11 de marzo de 1560, consultado el parecer de varios obispos y de los superiores de los agustinos, dominicos, franciscanos y mercedarios, dio normas a los confesores, tituladas: "Avisos breves para todos los confesores destos reinos del Pirú...". Con respecto a las confesiones de los conquistadores dicen los avisos: "Primeramente se determinó que todos los conquistadores son obligados a restituir todo el daño que hicieron en todas las conquistas o guerras que hasta agora se han hecho...por los capitanes y oficiales y gente de guerra que pudieron ver la instrucción de su Majestad y entender el orden que mandaba tener, al cual debían mirar e informarse si la guerra era justa, y porque no la guardaron no se pueden excusar de restituir todo el daño in solidum (en su totalidad) cada uno de los dichos y de otra manera no los pueden absolver". El conquistador estaba obligado a restituir aunque tuviese que descender "de caballero a plebeyo". Se le podía permitir quedarse con lo necesario para su persona, mujer e hijos. La obligación de restituir alcanzaba igualmente a sucesores y herederos. Tratándose, en cambio, de una guerra justa "por ser (los indios) idólatras o comer carne humana o sacrificar hombres o por otras razones", no obligaba la restitución (ARSI. F.G. leg. 1488. Collegia 115. MHSI. MPer. I, 173).

Borja, que recibió los avisos de Loaisa juntamente con la carta de Ruíz de Portillo, le contestó a éste el 3 de octubre de 1568: "Tenemos por particular misericordia de Nuestro Señor haber entrado la Compañía en esas partes a tiempo que los Reverendísimos Obispos habían hecho su sínodo y resuelto las dificultades en las materias de las restituciones y absoluciones. Y parece que donde tales personas se juntaron con letrados, habrán tenido luz de Dios nuestro Señor para acertar, pues se congregaron en su santo nombre tantos legítimos pastores de ese nuevo mundo" (MHSI. MPer. I, 215). De ese modo le indicaba que debía atenerse a los avisos de Loaisa y se abandonaba por lo tanto la prohibición de confesar a los conquistadores.

En noviembre de 1569 llegó a Lima el P. Bartolomé Hernández a la cabeza de la segunda expedición de jesuitas. Como antiguo discípulo del P. Domingo Soto, O.P, Hernández sentía particular aversión por los conquistadores y se inclinaba al rigorismo en materia de restituciones.

Ya antes de partir había escrito a Borja el 28 de noviembre de 1568: "Y en particular tengo muy en la memoria un consejo que me dio fray Domingo de Soto, como muy mi padre y maestro, con quien yo tenía mucha amistad, consultándole si absolvería una persona que había traído hacienda de Indias; y el consejo fue éste: Padre, tome mi consejo, y huya de estos indianos, si no quiere correr peligro de su alma" (MHSI. MPer. I, 228).

Hernández compiló en un folleto los avisos de Loaisa de 1560 y las decisiones reales para conquistadores y encomenderos e hizo un directorio para confesores, que envió a Roma, en el que se opta por una vía media entre el rigorismo y la blandura. Se dice en él que "conviene excluir dos extremos que suele haber en esta materia: Uno, de los que usan mucho rigor, no creyendo a nadie, condenándolo todo.

Otro, de los que usan demasiada benignidad, absolviendo a todos y creyéndose de lo que le dicen fácilmente" (ARSI. FG. leg. 1488. Collegia 115).

Se hizo en Roma una copia del folleto para enviarla al P. Pedro Sánchez, nombrado primer provincial de la Nueva España (México). Borja,

en una instrucción dada a Sánchez el 30 de septiembre de 1571 dice:

"Advierta el P. Provincial si hay algunos decretos del concilio provincial o sínodo de los prelados de Nueva España, como sabemos lo hicieron los del Perú, para que se tenga más luz en el modo de proceder en las confesiones; porque no sean los nuestros demasiado estrechos ni anchos en lo que toca a los tratos, con perjuicio de las conciencias propias y ajenas" (ARSI. Instit. 187 ff. 269-270). Se daban ahora normas de justo equilibrio para las confesiones, lo que comportaba la formulación de un juicio en cada caso particular sobre la legitimidad de los bienes adquiridos. El problema se centraba en el análisis de las causas, justas o injustas, de las guerras contra los indios.

El P. Juan de la Plaza, nombrado visitador del Perú, escribió desde Sevilla el 12 febrero 1574 al P. General Everardo Mercuriano: "Cuanto al punto principal de la misión al Perú, tengo cada día más dificultad, no tanto por lo que toca a lo general...; para que aquí se vea si en lo descubierto hay daños que no se pueden tolerar..., o se extienden a más de lo que pueden conforme a derecho y buena conciencia" (MHSI. MPer. I, 607). En abril de 1574 le contestó Mercuriano: "Podrá consultar estas dificultades con los Padres que están en el Perú, y principalmente con el P. José de Acosta, que las tendrá más de cerca vistas y estudiadas" (MHSI. MPer. I, 632, 633). Años más tarde, Acosta expresó claramente su pensamiento en su “De procuranda indorum salute”, publicado en 1588: no convenía seguir disputando sobre el tema por tratarse de asunto ya prescrito. El 30 de junio de 1574 volvió Plaza a escribir a Mercuriano expresando con más claridad sus dudas: "La dificultad principal que yo tengo, y en la que deseo más resolución, es en el punto principal del señorío y dominio universal de aquellos reinos, porque estando éste llano, todo lo demás es fácil de allanarse. Y aunque yo veo que hay muchas causas que dan justo título, yo las he procurado saber, y hasta ahora no he hallado quien enteramente me satisfaga. Podrá ser que haya allá más claridad" (MHSI. MPer. I, 648). El 7 de septiembre de 1574 Mercuriano le contestó: "Acerca del punto principal del dominio universal de las Indias, deseo mucho que V.R. deje las dubdas que se les ofrecen, pues no hay que dubdar en ello, habiéndose ya determinado y reconociendo el mundo por legítimo señor al rey" (MHSI. MPer. I, 659).

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