domingo, 25 de noviembre de 2007

Indulto de Navidad.

INDULTO DE NAVIDAD. Javier Baptista, S.J.
En 1814 un destacamento patriota, después de una derrota sufrida se dirigió al valle de Atén. Los guerrlleros se dispersaron en diferentes direcciones en busca de reclutas. Algunos de ellos llegaron a la misión franciscana de San José, a 10 leguas del pueblo de Atén. Por la fuerza enrolaron a 5 jóvenes, a pesar de las protestas del padre franciscano que atendía la misión. Esos jóvenes formaron parte del ejército guerrillero que se apoderó del pueblo de Atén.
Para retomarlo, los realistas enviaron fuerzas superiores en número a la de los patriotas. Vencidos éstos en varios encuentros, se dispersaron una vez más. Juan Pacha, uno de los jóvenes reclutados, volvió a San José. Lo encontró en ruinas. El paso de patriotas y realistas había dejado casas destruidas. El misionero habia sido apresado por los realistas. Quedaban 10 familias en la miseria. Pacha les propuso abandonar el pueblo en busca de paz y tranquilidad.
Los emigrantes, a órdenes de Pacha, se dirigieron al este. Se llevaban los pocos animales que habían podido recuperar: ganado vacuno y ovino, caballos, mulas, patos, galinas, perros y gatos, y semillas de algodón. de trigo de locoto y de uan gran vaiedad de frutas y legumbres. En un pequeño valle rodeado de cerros, a 20 leguas de Atén, fijaron su asiento el 25 de diciembre de de 1814. En honor a la fecha, Pacha dio a la nueva población el nombre de Natividad.
Constituido en jefe supremo, organizó la vida cotidiana según el esquema de la misión franciscana. Estableció los turnos de trabajo de hombres y mujeres en las chacras, y de hombres cazadores y pescadores, y de mujeres tejedoras. Pacha asumió también los poderes religiosos. Hizo edificar una capilla en la que pusieron las imágenes traídas de San José. Bautizaba y casaba, dirigía las celebraciones comunitarias y enseñaba a los niños la doctrina cristiana. La enseñanza de los cantod delegó al sacristán y cantor del pueblo, que se había llevado su violín, su armonio y su cancionero.
Pacha tomó todas las medidas necesarias para que el pueblo nuevo no fuera descubierto ni por patriotas ni por realistas. Puso guardias en puntos estratégicos alrededor del pueblo para evitar el ingreso de extraños y la salida de los lugareños. Dio orden de enterrar vivos a todos los que por cualquier pretexto se pusieran en contacto con los habitantes de Atén. Cuatro años permanecieron así, sin ser descubiertos.
Un día, una mujer llamada María Calderón, esposa de Pedro Cito, decidió ir a Atén en busca de sal. Aprovechando los ensayos de danzas para la próxima Navidad, salió del pueblo sin que nadie se diera cuenta. Ya en Atén, sin ser, vista entró a una casa aislada y se apoderó de toda la sal que pudo.
El vigilante no tardé en darse cuentya de la desaparición de María calderón y adivinó fáclmente que había ido a Atén. Cuando regresó la mujer, inmediatamente fue aprehendida y conducida ante Pacha. Su provisión de sal era suficiente testimonio de su falta. Sin atender a las lágrimas del esposo. de los padres y de la mayor parte de los miembros de la comunidad, Pacha ordenó su ejecución, que debía realizarse al día siguiente, 25 de diciembre.

Era la noche del 24 de diciembre. En la plaza estaba instalado un altar con gradas de troncos poco cepillados. Encima del altar, un Niño Jesús, rubio y regordete, de fabricación cusqueña, parecía sonreir y bendecir a los habitantes de Natividad, reunidos a sus pies.

Juan Pacha subió lentamente los escalones. Vestía una especie de alba de tela de algodón, ceñida con un grueso cinturón de cuero. Entonó cánticos navideños, seguido por la multitud. Leyó luego en el grueso misal latino los textos litúrgicos. Conocía de memoria el pasaje evangélico que relataba el nacimiento del Niño Dios. Lo expuso a sus oyentes con devoción. Cuando explicaba que Dios se hizo hombre para enseñar a los hombres a amarse entre sí, le llegó el ruido repentino producido por los sollozos de la madre de María Calderón.

La vino a la mente la imagen de esa mujer que esperaba en un calabozo la ejecución de su sentencia de muerte. Juan Pacha hizo una pausa. Miró a la gente y dijo con voz firme: "Mañana, día en el que recordamos el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, María Calderón no va a morir. Ella y nosotros seguiremos viviendo porque Cristo ha venido al mundo pata traernos la paz".

Ordenó que trajeran a María Calderón. Tomó en sus manos la imagen del Niño Jesús. Besó reverentemente uno de sus pies. Se acercó a María Calderón, quien hizo lo mismo. Alguien comenzó a cantar: "¡Gloria in excelsis Deo!" (¡Gloria a Dios en los cielos!). El cántico religioso llenó toda la plaza, se extendio por la selva y se fue alejando a los cerros. "Et in terra paz hominibus bonae voluntatis" (Y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad).

jueves, 22 de noviembre de 2007

Memorias de un sacado.

MEMORIAS DE UN SACADO. JAVIER BAPTISTA, S.J.
Ya estoi en Yerusalaim, bendito sea el nombre. Salimos del puerto de Cadis mi padre, Saul Espinosa, mi madre, Rebeca Sidi, yo, Abraham, mis dos germanos, Isaac i Josef, i mi germana chica, Reina. Habemos morado en la sibdad de Toledo, como me relato mi abuelo, desde que arribaron a las cuestas hispaniolas nuestros padres antiguos, quando el enperador Tito los saco de Yerusalaim despues del alsamiento de Bar Coba. Agora la reina Isabela nos dise que ya non somos hispanioles porque somos judeos i que debemos ir de Hispania si non queremos dexar de ser judeos, o pasarnos a la iglesia si desimos que somos hispanioles. La basa fundamentala para sacarnos es que non quiere que biban en Hispania judeos i musulmanos.
La notisia nos truxo el barbero don Salomon Cordobes i le dixo a mi padre que eran hartos los que pensaban quedarse como cristianos antes de perder bienes i ofisio, i que el tenia en penserio ir a Lisboa, i mi padre le dixo que salta a los ojos que eso era lo mesmo que quedarse en Hispania porque tambien en esas partes los judeos seran angustiados. "Si nos vamos a espandir", dixo, "es preferible ir a Yerusalaim". Dixo don Salomon que ansi mesmo disia su mulyer, mas que su germano disia que se iria a la insula de Inglaterra, porque en esa se bibia mas bien que en Yerusalayim o en Lisboa.
Mi padre, que es muy sabido, disia que nosotros eramos mas antiguos en Hispania que los cristianos i musulmanos, i disia que nosotros fablamos el romanse castellano antes que los cristianos i que el lecho intelectual de Hispania i su ermollesimiento nasio en las aljamas judeas i que los judeos enseñamos a los musulmanos arabos la medesina y la filosofia. Dende mi chiques mi abuelo fablaba de Aberroes, Abisena i Maimonides, grandes pensadores judeos. Disia tanbien que non hay sabios mas ilustrados que los judeos arabisados Ibn Latif, Abulafia, Gigatela, que espandieron sus cognosimientos i ideias a Aragon, Barselona i Burgos. Es sabido que somos hispanioles antes que los cristianos i musulmanos.
Los grandes cabalistas an sido Moshé de Leon i Abraham hijo de Isac de Granada. El primero domino mientres siglos la mistica judea, i el segundo fue fiebrosamente admirado por el rabino Izsa Luria, como un grande hombre fiel i antiguo. Los sabio i escritores truxeron contribusiones a la poesia castellana, a la teologuia, a la exegese biblica, y en el canpo espiritual los judeos hispanioles alcansaron posisiones enbidiadas por los otros, no conparado con sus numeros de gentes.
Sabido el edito de la Alanbra, pronunciado por Ferdinando i Isabela en mil i cuatrosientos nobenta i dos, con mucho pesar i lagrimas tomamos el baston del esilio, dexando las tierras que nos vieron naser, creser, multiplicar i trabaxar. La familia de nosotros topamos asilo seguro en tierra de Ysrael, en la cuesta mediterranea. Otros arribaron en la Africa, otros en las probinsias de Ytalia i otros en el inperio de los sultanos otomanos, y otros en Lusitania i en Londra y en Asterdan. Como dixo mi padre, los que fueron a Lisboa fueron tambien sacados en mil i cuatrosientos nobenta i seis.
Agora sabemos que Ferdinando i Isabela an donado de sus arcas de Sisilia mil ducados de oro cada un anyo al conbento de Montesion en Yerusalaim en grasias de abernos sacado de nuestra tierra. Sacamos las santas escrituras pata alimentasion espirituala, i vestiduras, libros, i mi madre puso en su seno la lyabe de nuestra casa de Toledo. Nos fisimos a la mar en el puerto de Cadis. Los arabos en eres Yisrael son menos amables con nosaltres que los arabos de Hispania. Fuimos recebidos por judeos antiguos de Yisrael con carisias. Non hay laboro para mi padre i mi madre lyora porque no ay cosa que lyebar a la boca. Mi abuelo, nasido en Granada, fabla arabigo. Mi abuela, de familia valensiana fabla poco de arabigo, mas entiende todo. Aiga sabido que iria a Yerusalaim, agora su fabla seria mas bien, dice.
Los judeos de Yerusalayim non eran muchos. Fablaban arabigo. Nos resibieron con carisias i nos dieron comida i aposento, mas sabiamos que non podia ser de sienpre eso. Antes de dos menses ya teniamos casa arrendada. Mi padre que era en Toledo hazan i melamed en nuestra sinagoga, fablaba mui bien nuestra lengua santa i tubo puesto como tal en una sinagoga. Mi madre sabia aser comida araba i puso un paradero con muchos parroquianos. Mi padre me dixo que yo estudie ivrit. Mis germanos Isac i Josef fueron dedicados a boticarios i mi germana chica reina ayuda muy bien a mi madre, i como ya es donsella, piensa de contino en un mansebo que se fue a Londra i lyora en su lecho las noches.

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lunes, 19 de noviembre de 2007

La gemela.

LA GEMELA
Javier Baptista, S.J.
El Panchito estaba con mucho dolor de muelas. Carmela decidió llevarlo a Cochabamba. Se quedaron en Arani su marido, Luis, y su hija Graciela. La otra hija, la Julita, se había quedado en Cochabamba, porque quería estar en el cumpleaños de su amiga Leonor Durán, pero ese mismo día tenía que volver a Arani. El tren llegó a la estación de cliza. El Panchito bajó a comprar plátanos. Vi a su hermana Julita, vestida de pollera, con trenzas y todo, sentada en el suelo, ofreciendo papas. "¿Qué le pasa a esta loca?", pensó. Se acecó a la Julita y le dijo: "¿Por qué te has vestido de cholita?". La chica lo miró y le dijo: "¿Ja?". El Panchito le dijo: "¡Ja!. ¡Ja!". La chica le dijo en quichua: "Comprate estas papitas".
El Panchito la miró atentamente. La voz no era la de la Julita. Hablaba en quichua como las inciecitas. Y había más diferencias. Era más morena. Se fijó en sus manos, manos de campesina, con las uñas sucias y mal cortadas. Ciertamente, no era la Julita. Su mirada tampoco. Y no tenía el lunar que la Julita tenía en la mejilla derecha. "¿Qué te llamás?", le pregunto el Panchito en quichua. "Margara", contestó secamente la chica. "¿Y tu apellido?" "Laime". Cuando el Panchito le preguntó: "¿De dónde eres? ¿Dónde vives?", ella le contestó en mal tono: "Mucho estás preguntando", El Panchito, ya sin decir nada se retiró.
Siempre había oído decir en su casa que la Julita tenia una gemela llamada Beatriz, y que se perdió cuando tenía tres años. La habían buscado por todas partes pero nunca la encontraron. El Panchito compró los plátanos y volvió al tren. Le dijo a su mamá: "La he visto a la Beatriz. Es una cholita, con pollera y todo, quichuista. No habla castellano. Vende papas. Dice que se llama Margara Laime, No me ha querido decir dónde vive". Carmela, aparentemente muy serena, dijo: "Voy a ir a verla. Tú no te muevas de aquí". Bajó. La vio y lloró. El tren ya estaba por partir. Sin secarse las lágrimas subió al tren. Le dijo al Panchito: "No les vas a decir nada ni a tu papá ni a la Julita ni a nadie. Es mejor para esta chica y para nosotros que no cambiemos su vida. Por lo menos, sé que vive". Y se pesu a llorar amargamente.

lunes, 12 de noviembre de 2007

LA VIRGEN ROBADA

En 1935 las tropas paraguayas, al mando del capitán Gaspar Benítez, tomaron sis resistencia alguna la hacienda de Santa Rosa. Era igual a cualquier hacienda del Paraguay, pero estaba totalmente desierta, abandonada, sin gentes ni animales. Nada faltaba en el comedor. Los dormitorios eran espaciosos, con cuadros religiosos y mecedoras. En todos los cuartos, y especialmente en la sala de estar, había muchos libros y revistas. Las camas estaban tendidas. No dijo nada al ver que los oficiales se echaban en las camas. En el salón principal, además de u cuadro del Sagrado Corazón, había retratos de antepasados y un piano, como en la casa de su tío Alejo.

A Benítez le dio un golpe en el corazón. Era como visitar su hacienda, o la de sus abuelos, o la de sus tíos o la de sus amigos. faltaba oir la risa de los niños y los ladridos de los perros. Salió de la casa y se dirigió a la capilla, cerrada con un grueso candado. Descerrajó el candado y entró a la capilla. Se sacó la gorra e hizo la señal de la cruz. Delante del altar había dos reclinatorios, como en la capilla de su hacienda de San Roque, en Paraguarí.

En el altar había una imagen de la Virgen María, muy parecida a la que tenían sus abuelos, sólo que mucho más chica: la Virgen con el Niño en el brazo derecho, una vela en la mano izquierda, y una caastita, con pichones que asomaban sus cabezas como para mirar al curioso que tenían al frente. Siguió examinando la capilla. En el lado derecho del altar habia una bendición papal: el retrato del papa Benedico XV, igual al que tenía en la capilla de su hacienda. La única diferencia es que estaba dedicada al señor Isidoro Hurtado y familia. Había también una imagen de San Antonio de Padua, vestido de azul y no de café, pero muy parecido al que había en la glesia de Psraguarí. En el lado izquierdo había una autorización de un obispo permitiendo la celebración de misas en esa capilla de Nuestra Señora de la Candelaria de la hacienda de Santa Rosa, como en la capilla de su hacienda. Había también una imagen de San Isidro Labrador, vestido como don Justino, el mayordomo de la hacienda de sus padres cuando él era niño.

Los soldados habían encontrado una cantidad impresionante de vino en una alacena. Dedicados a la bebida, uos dormidos y otro cantando, unos riendo y otros llorando, no se dieron cuenta de su presencia. Benítez salió al patio. Los soldados, agotados por la marcha, dormían en los corredores, en el suelo. El teniente Cabrera y el teniente Brito estaban echados, cada uno en una hamaca, fumando un cigarrillo y conversando. Brito, sin levantarse, le hizo el saludo miltar con la mano izquierda. Cabrera lo saludó amigablemente con tres movimientos de su mano. Benítez, sin pensarlo dos veces volvió a la capilla. Se llevó la imagen de la Virgen, pequeña y no pesada, y sin cubrirla siquiera, la llevó a su camión, y allí la envolvió con una camisa.

Se oían tiros de fusil, que llegaban desde lejos. Un soldado se acercó al camión y le gritó: "¡Están llegando los bolis!". Contestó Benítez, también a gritos: "¡Avise a los tenientes y a los sargentos. Ordenó a un cabo que tocara la campana, y él se puso a recorrer la casa de hacienda, tocando el pito. Se presentó el sargento Infante, y cuadrándose y con la mano derecha en la visera le dijo: "¡A sus órdenes, mi capitán¡". Dijo Benítez: "Vea si son muchos". Eso ya no era necesario. Ya se veían los camiones de vanguardia, y a ojos vistas, los paraguayos no podrían resistir a los bolivianos. Benitez dio la orden de retirada. Los soldados subieron atropelladamente a los camiones, algunos oficiales a sus caballos, y los soldados de infantería seguían a los camiones, abrochándose la casaca, corriendo despavoridos. Algunos solados paraguayos se detuvieron para hacer frente a los bolivianos, y ya se disparaban tiros también del lado paraguayo.

Llegaron los bolivianos tan rápidamente y en tan gran número, que comenzaron los paraguayos a entregarse prisioneros, manos en alto. El camión en el que iba Benítez no fue alcanzado. En la cabina estaban él y el chofer, y en la carrocería unos treinta soldados. No muy lejos del campo de batalla, uno por uno los diez camiones, faltos de gasolina, se detuvieron. Los turriles se habían quedado en la hacienda, y con el apuro, el chofer no pensó en llevarse uno. El teniente Cabrera se acercó en su caballo a Benítez, y éste, entregando primero su bulto a Cabrera, subió a las ancas del caballo. Con si precioso envoltorio en las manos, se alejó prontamente del campo de batalla.

1975. Gaspar Benítez apareció muy enfermo, con fiebre. Su esposa se alarmó y le dijo que iría de inmediato a Paraguarí a llamar al médico. Benítez le dijo: "No necesito médico. Quiero que venga un sacerdote". Su esposa se alarmó aún más. Mandó a uno de sus hijos a buscar al médico y al sacerdote. Ambos llegaron juntos. Cuando le avisaron que habían llegado el médico y el sacerdote, dijo Benítez: "Quiero que entre primero el sacerdote". Y le dijo a su esposa: "Quiero que estén presentes tú y los chicos, y nadie más".

Entró el padre Pinto. La esposa de Benítez dijo: "¿No será mejor que se queden ustedes solos?". Benítez dijo que no, que todos tenía que oir lo que tenía que decir. Dirigiéndose a su esposa dijo: "Cuando nos casamos ya estaba en la capilla la Virgencita de la Candelaria". Y luego, sin mirar a nadie, con los ojos cerrados, dijo que había robado la imagen de la Virgen de la Candelaria de una hacienda llamada santa Rosa, cerca de Charagua, en Bolivia, perteneciente a un señor Hurtado. Después de un largo rato de, mirando al sacerdote, a su mujer y a sus hijos dijo: "Es mi voluntad que esa imagen sea devuelta a la capilla de Santa Rosa, a la familia Hurtado. Después de un rato de silencio, pidió que salieran todos, menos el sacerdote. Se confesó, recibió los santos óleos y comulgó".

Un mes después sobrevino si muerte. En su testamento no se mencionaba a la imagen de la Virgen de la Candelaria, pero su esposa dijo con energía a sus jijos: "Todos nosotros vamos a ir a Bolivia, a devolver la imagen de la Virgen robada.

jueves, 8 de noviembre de 2007

El P'isqo Manchachi

EL P'ISQO MANCHACHI Javier Baptista, S.J.
Un día apareció en el pueblo. Nadie sabía quién era ni de dónde venía. Lo conocían con el apodo de P'isqo Manchachi (Espantapájaros). El P'isqo Manchachi era un opita de edad indefinida. Sus ojos legañosos, su sombrero ya verde, su melena chhurka (crespa), abundante, sus dientes amarillentos, mal trajeado con su eterna casaca de soldado, su pantalón roto y grasiento, siempre maloliente, lo hacían reconocible a gran distancia.

Cuando se paseaba por las calles, lo seguían muchos chicos gritando: "¡P'isqo Manchachi!. ¡Manchachiway!" (¡Espantapájaros! ¡Asústame!). Algunos le tiraban terrones o cáscaras de naranja o de plátano. El P'isqo Manchachi casi nunca reaccionaba. Si lo hacía, su reacción consistía en reír interminablemente, con una risita aguda y estremecedora, parecida al relincho de un caballo. Alguna que otra vez, su risa nerviosa se transformaba en una carcajada histérica, que acababa por derrumbarlo hacia adelante o hacia atrás.

Los chicos se divertían mucho con el P'sqo Manchachi, pero las personas mayores, en cambio, le tenían un respeto rayano en veneración. Lo trataban con cariño, sin miedo ni aprensiones de ningún género. Le daban comida y ropa, aunque sabían de sobra que vendería toda la ropa que recibía.

Lo querían porque había salvado una vez a una chiquita de cuatro años que se había caído a un pozo, porque se había metido en otra ocasión en un terrible incendio para salvar a una viejita indefensa. Al principio creyeron que era mudo. Después, todos supieron, que con regularidad, año tras año, los viernes al atardecer entraba a la iglesia y se ponía en algún rincón oscuro, donde pegando a la tierra su frente, se quedaba largo rato diciendo: "Yo, pecador, me confieso a Dios Todopoderoso". Se decía que una vez una señora le oyó decir tres veces estas palabras: "Tú que me creaste, ten misericordia de mí".

Lo querían también porque criaba a un huerfanito llamado José. En un pueblo chico todo se sabe. Alguien se enteró de que el padre del chico mató a su mujer, y que luego huyó. El P'isqo Manchachi lo crió con la ayuda de unos vecinos, que sostenían que el opita no era, ni mucho menos, tan opita como se creía. Era imposible que no se supiera que todo el dinero que ganaba en la venta de la ropa que recibía, lo gastaba en beneficio de José, el cual, según todos, era un chico normal, sociable, conocido en todo el pueblo como el huerfanito del P'isqo Manchachi.

Cuando José iba a cumplir seis años, el P. Rodolfo Quinteros, párroco del pueblo, pensó que había llegado el momento de arrancar a José de la tutela del P'isqo Manchachi. Un viernes, cuando el P'isqo Manchachi entraba a la iglesia, el padre, con un gesto de la mano lo invitó a acompañarlo a su despacho. Ya allí, le dijo sin preámbulos, que quería que José vaya a la escuela, y que para eso, debía vivir en la casa parroquial. El padre quedó sorprendido cuando el P'isqo Manchachi le djo: "Siéntese, padre, y haga el favor de escucharme". Mientras hablaba, el P'isqo Manchachi dejó de ser opa.

"En primer lugar", comenzó diciendo, no soy el tonto que ustedes creen. "Me hago al tonto para expiar pecados y faltas de mi juventud". A medida que hablaba, su rostro, antes inexpresivo, se iluminaba, y sus ojos brillaban con inteligencia. "Yo no soy de aquí. Soy argentino. Fui sacerdote", dijo, "y antes de cumplir un año de mi ordenación, me escapé con una mujer y me fuí muy lejos. Y en parte avergonzado, y en parte para evitar el trato de mis parientes y de mis antiguos compañeros de seminario, me fui lejos. Luego vinieron años difíciles. Me separé de esa mujer y viví con otras, con muchas otras. Dejé de confesarme, dejé de comulgar, y así, probablemente debido a la falta de alimento espiritual, fui cayendo hasta verme un día hundido en un absimo espantoso, lleno de vicios. Pero, un día, no sé cómo, tuve el valor de huir, y decidí escaparme lo más lejos posible, y crucé la frontera de Bolivia, y llegué a este pueblo, donde llevo la vida que usted sabe. Mi vida es de penitencia. Me hago pasar por loco". Dicho esto, se calló.

Después de un largo rato de silencio continuó: "Aquí nadie sabe mi nombre. Me llamo Juan Gerardi". Volvió a callarse, y después de oyto rato de silencio, continuó: "Hablemos ahora del chico, de José. Es hijo de una pareja que no es de aquí. Un día aparecieron y se instalaron en una casa abandonada, medio derruida, cerca de la casa donde yo vivo. Se emborrachaban a diario, hasta perder el sentido. Se pegaban entre ellos de un modo increíble. Un día observé que el marido le daba golpes a la mujer con un palo grueso. Corrí hacia él para detenerlo. El hombre, al verme, echó a correr. Yo me acerqué a la mujer, que agonizaba. No tardó en morir. Yo la enterré detrás de su casita. Al hombre no lo volví a ver. En un rincón de la casucha lloraba, acurrucado, un niño de unos tres años, José. En la casucha descubrí una bolsa de cuero, que conservo todavía. Había algo de dinero, certficados de bautizo y matrimonio de sus padres y partida de bautizo del niño. Él se llama José Orellana Vargas".

El padre José Quinteros lo escuchaba sin decir una palabra. Gerardi lo miró fijamente y le dijo: "José es el único que sabe que soy cuerdo. No me tiene miedo. Sabe que no le haré daño. Deseo que siga viviendo conmigo". El padre Quinteros le preguntó: "¿Qué edad tiene usted?" "54 años". ¿Por qué no se va a otra ciudad? Rehaga su vida. Su penitencia ha terminado. Aún es joven, trabaje. Tiene que dedicarse al chico totalmente, y darle una buena educación". El P'isqo Manchachi dejó la casa parroquial ya entrada la noche. Ya nadie volvió a verlo. Sólo el padre Quinteros sabía dónde estaba, y recibía todos los años una postal de Navidad.

Trece años más tarde, el joven José Orellana Vargas se presentó en la casa parroquial con una carta de Juan Gerardi, en la que le decía al padre Quinteros que José quería ser sacerdote, y le rogaba que sea su tutor y guía, que lo tenga en la casa parroquial el tiempo que juzgue necesario, y que lo inscriba en el seminario si le parecía, que efectivamente, tenía vocación sacerdotal. Añadía que él seguiría ayudándolo económicamente. Le pedía únicamente que lo enviara a su casa en vacaciones.

martes, 6 de noviembre de 2007

No quiero morir sin la bendición del Tata Dios

No quiero morir sin la bendición del Tata Dios
Javier Baptista, S.J.

Sopla el viento de estancia, penetrante, agudo, no con fuerza de huracán, sino con lentitud segura, con un susurro persistente. Sólo ese ruido y el cantar monótono de los grillos, llegan hasta el interior de la única casa que hay en aquellos contornos. El viejo Simón Laime, el tata Simu, yace tendido sobre cueros de oveja, cubierto con dos frazadas. A la luz de una media vela que apenas alumbra el cuartucho, se distingue el rostro amarillento y apergaminado del anciano. Ya no parece un ser vivo, pero reza con voz apenas audible.

A su lado, calentando con sus manos las manos frías del moribundo, está Justina, su hija mayor. Los otros dos hijos, Vicente y Renato, salieron el día anterior, cada uno en distinta dirección, a buscar un sacerdote. "No quiero morir sin la bendición del Tata Dios", había dicho el tata Simu. Esas fueron sus últimas palabras, tras las cuales le vino el letargo. Esa fue su última voluntad, deseo sagrado que hay que cumplir.

Pasan lentamente las horas. Ya va a amanecer. La Justina está muy preocupada. Aún no han vuelto sus hermanos. Ha cesado el murmullo de los labios del enfermo, y se escucha, apenas, una respiración fatigosa. Alguien se acerca. Es Vicente, que llega cansado. "No había habido tata cura ni en Para ni en Puka Rumi", dice, "quizá el Renato lo traiga". "Ya no ha de haber tiempo. Se está muriendo" Un poco más tarde llega Renato, sin sacerdote. Los tres hermanos rodean al octogenario tata Simu. La idea de que su padre muera sin la bendición del tata cura, aterra a Justina. "¿Y si fueran a la ciudad?", dice, "allí siempre hay". "Sí, pero está muy lejos. Yendo rápido tardamos un día. No vamos a poder traer al tata cura a tiempo".

Quedan cavilosos. Simón Laime apenas respira. Sus esqueléticas manos, entrelazadas, han quedado tiesas. "No debe morir sin la bendición", gime Justina. Resuelven llevarlo cargado a la ciudad. En la iglesia de San Isidro, cuando el repique de las campanas invitaba a los fieles a asistir a misa, dos hombres y una mujer estaban silenciosos en la sacristía. Sintieron unos pasos. Llrgó el cura. Justina y sus hermanos se acercaron a él tímidamente. "Quieren un responso?", les dijo el sacerdote. "Sí, tatáy", balbucea la mujer, "pero primero una bendicioncita". Vicente se echa el poncho a la espalda y deja al descubierto una cabeza cortada. "Se nos murió en el camino", explica, "le hemos cortado su cabeza para venir más rápido, antes de que se vaya su alma".