jueves, 8 de noviembre de 2007

El P'isqo Manchachi

EL P'ISQO MANCHACHI Javier Baptista, S.J.
Un día apareció en el pueblo. Nadie sabía quién era ni de dónde venía. Lo conocían con el apodo de P'isqo Manchachi (Espantapájaros). El P'isqo Manchachi era un opita de edad indefinida. Sus ojos legañosos, su sombrero ya verde, su melena chhurka (crespa), abundante, sus dientes amarillentos, mal trajeado con su eterna casaca de soldado, su pantalón roto y grasiento, siempre maloliente, lo hacían reconocible a gran distancia.

Cuando se paseaba por las calles, lo seguían muchos chicos gritando: "¡P'isqo Manchachi!. ¡Manchachiway!" (¡Espantapájaros! ¡Asústame!). Algunos le tiraban terrones o cáscaras de naranja o de plátano. El P'isqo Manchachi casi nunca reaccionaba. Si lo hacía, su reacción consistía en reír interminablemente, con una risita aguda y estremecedora, parecida al relincho de un caballo. Alguna que otra vez, su risa nerviosa se transformaba en una carcajada histérica, que acababa por derrumbarlo hacia adelante o hacia atrás.

Los chicos se divertían mucho con el P'sqo Manchachi, pero las personas mayores, en cambio, le tenían un respeto rayano en veneración. Lo trataban con cariño, sin miedo ni aprensiones de ningún género. Le daban comida y ropa, aunque sabían de sobra que vendería toda la ropa que recibía.

Lo querían porque había salvado una vez a una chiquita de cuatro años que se había caído a un pozo, porque se había metido en otra ocasión en un terrible incendio para salvar a una viejita indefensa. Al principio creyeron que era mudo. Después, todos supieron, que con regularidad, año tras año, los viernes al atardecer entraba a la iglesia y se ponía en algún rincón oscuro, donde pegando a la tierra su frente, se quedaba largo rato diciendo: "Yo, pecador, me confieso a Dios Todopoderoso". Se decía que una vez una señora le oyó decir tres veces estas palabras: "Tú que me creaste, ten misericordia de mí".

Lo querían también porque criaba a un huerfanito llamado José. En un pueblo chico todo se sabe. Alguien se enteró de que el padre del chico mató a su mujer, y que luego huyó. El P'isqo Manchachi lo crió con la ayuda de unos vecinos, que sostenían que el opita no era, ni mucho menos, tan opita como se creía. Era imposible que no se supiera que todo el dinero que ganaba en la venta de la ropa que recibía, lo gastaba en beneficio de José, el cual, según todos, era un chico normal, sociable, conocido en todo el pueblo como el huerfanito del P'isqo Manchachi.

Cuando José iba a cumplir seis años, el P. Rodolfo Quinteros, párroco del pueblo, pensó que había llegado el momento de arrancar a José de la tutela del P'isqo Manchachi. Un viernes, cuando el P'isqo Manchachi entraba a la iglesia, el padre, con un gesto de la mano lo invitó a acompañarlo a su despacho. Ya allí, le dijo sin preámbulos, que quería que José vaya a la escuela, y que para eso, debía vivir en la casa parroquial. El padre quedó sorprendido cuando el P'isqo Manchachi le djo: "Siéntese, padre, y haga el favor de escucharme". Mientras hablaba, el P'isqo Manchachi dejó de ser opa.

"En primer lugar", comenzó diciendo, no soy el tonto que ustedes creen. "Me hago al tonto para expiar pecados y faltas de mi juventud". A medida que hablaba, su rostro, antes inexpresivo, se iluminaba, y sus ojos brillaban con inteligencia. "Yo no soy de aquí. Soy argentino. Fui sacerdote", dijo, "y antes de cumplir un año de mi ordenación, me escapé con una mujer y me fuí muy lejos. Y en parte avergonzado, y en parte para evitar el trato de mis parientes y de mis antiguos compañeros de seminario, me fui lejos. Luego vinieron años difíciles. Me separé de esa mujer y viví con otras, con muchas otras. Dejé de confesarme, dejé de comulgar, y así, probablemente debido a la falta de alimento espiritual, fui cayendo hasta verme un día hundido en un absimo espantoso, lleno de vicios. Pero, un día, no sé cómo, tuve el valor de huir, y decidí escaparme lo más lejos posible, y crucé la frontera de Bolivia, y llegué a este pueblo, donde llevo la vida que usted sabe. Mi vida es de penitencia. Me hago pasar por loco". Dicho esto, se calló.

Después de un largo rato de silencio continuó: "Aquí nadie sabe mi nombre. Me llamo Juan Gerardi". Volvió a callarse, y después de oyto rato de silencio, continuó: "Hablemos ahora del chico, de José. Es hijo de una pareja que no es de aquí. Un día aparecieron y se instalaron en una casa abandonada, medio derruida, cerca de la casa donde yo vivo. Se emborrachaban a diario, hasta perder el sentido. Se pegaban entre ellos de un modo increíble. Un día observé que el marido le daba golpes a la mujer con un palo grueso. Corrí hacia él para detenerlo. El hombre, al verme, echó a correr. Yo me acerqué a la mujer, que agonizaba. No tardó en morir. Yo la enterré detrás de su casita. Al hombre no lo volví a ver. En un rincón de la casucha lloraba, acurrucado, un niño de unos tres años, José. En la casucha descubrí una bolsa de cuero, que conservo todavía. Había algo de dinero, certficados de bautizo y matrimonio de sus padres y partida de bautizo del niño. Él se llama José Orellana Vargas".

El padre José Quinteros lo escuchaba sin decir una palabra. Gerardi lo miró fijamente y le dijo: "José es el único que sabe que soy cuerdo. No me tiene miedo. Sabe que no le haré daño. Deseo que siga viviendo conmigo". El padre Quinteros le preguntó: "¿Qué edad tiene usted?" "54 años". ¿Por qué no se va a otra ciudad? Rehaga su vida. Su penitencia ha terminado. Aún es joven, trabaje. Tiene que dedicarse al chico totalmente, y darle una buena educación". El P'isqo Manchachi dejó la casa parroquial ya entrada la noche. Ya nadie volvió a verlo. Sólo el padre Quinteros sabía dónde estaba, y recibía todos los años una postal de Navidad.

Trece años más tarde, el joven José Orellana Vargas se presentó en la casa parroquial con una carta de Juan Gerardi, en la que le decía al padre Quinteros que José quería ser sacerdote, y le rogaba que sea su tutor y guía, que lo tenga en la casa parroquial el tiempo que juzgue necesario, y que lo inscriba en el seminario si le parecía, que efectivamente, tenía vocación sacerdotal. Añadía que él seguiría ayudándolo económicamente. Le pedía únicamente que lo enviara a su casa en vacaciones.

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