martes, 6 de noviembre de 2007

No quiero morir sin la bendición del Tata Dios

No quiero morir sin la bendición del Tata Dios
Javier Baptista, S.J.

Sopla el viento de estancia, penetrante, agudo, no con fuerza de huracán, sino con lentitud segura, con un susurro persistente. Sólo ese ruido y el cantar monótono de los grillos, llegan hasta el interior de la única casa que hay en aquellos contornos. El viejo Simón Laime, el tata Simu, yace tendido sobre cueros de oveja, cubierto con dos frazadas. A la luz de una media vela que apenas alumbra el cuartucho, se distingue el rostro amarillento y apergaminado del anciano. Ya no parece un ser vivo, pero reza con voz apenas audible.

A su lado, calentando con sus manos las manos frías del moribundo, está Justina, su hija mayor. Los otros dos hijos, Vicente y Renato, salieron el día anterior, cada uno en distinta dirección, a buscar un sacerdote. "No quiero morir sin la bendición del Tata Dios", había dicho el tata Simu. Esas fueron sus últimas palabras, tras las cuales le vino el letargo. Esa fue su última voluntad, deseo sagrado que hay que cumplir.

Pasan lentamente las horas. Ya va a amanecer. La Justina está muy preocupada. Aún no han vuelto sus hermanos. Ha cesado el murmullo de los labios del enfermo, y se escucha, apenas, una respiración fatigosa. Alguien se acerca. Es Vicente, que llega cansado. "No había habido tata cura ni en Para ni en Puka Rumi", dice, "quizá el Renato lo traiga". "Ya no ha de haber tiempo. Se está muriendo" Un poco más tarde llega Renato, sin sacerdote. Los tres hermanos rodean al octogenario tata Simu. La idea de que su padre muera sin la bendición del tata cura, aterra a Justina. "¿Y si fueran a la ciudad?", dice, "allí siempre hay". "Sí, pero está muy lejos. Yendo rápido tardamos un día. No vamos a poder traer al tata cura a tiempo".

Quedan cavilosos. Simón Laime apenas respira. Sus esqueléticas manos, entrelazadas, han quedado tiesas. "No debe morir sin la bendición", gime Justina. Resuelven llevarlo cargado a la ciudad. En la iglesia de San Isidro, cuando el repique de las campanas invitaba a los fieles a asistir a misa, dos hombres y una mujer estaban silenciosos en la sacristía. Sintieron unos pasos. Llrgó el cura. Justina y sus hermanos se acercaron a él tímidamente. "Quieren un responso?", les dijo el sacerdote. "Sí, tatáy", balbucea la mujer, "pero primero una bendicioncita". Vicente se echa el poncho a la espalda y deja al descubierto una cabeza cortada. "Se nos murió en el camino", explica, "le hemos cortado su cabeza para venir más rápido, antes de que se vaya su alma".

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