miércoles, 20 de febrero de 2008

La formación de los jesuitas en la época del Virreinato

LA FORMACION DE LOS JESUITAS

EN LA EPOCA DEL VIRREINATO

Al hablar de la formación de los jesuitas, no debemos referirnos únicamente a los jóvenes, sino también a los llamados “sacerdotes formados”. Se trata de examinar cómo se preparaba el jesuita para cumplir con su misión de apóstol. Por lo tanto, no podemos pensar solamente en las llamadas etapas de formación: noviciado, juniorado, filosofía, magisterio, teología, tercera probación, especialización.

En primer lugar, el jesuita, durante esos períodos se preparaba para el futuro de muchas otras maneras, más allá de las clases propiamente dichas. Por un lado, estaba el respeto a los talentos recibidos (pintura, música, etc.) y a las profesiones y oficios adquiridos antes de entrar al noviciado. Y estaba por otro lado, el respeto a la creatividad, a la iniciativa personal. Debemos reflexionar también sobre la “preparación continua” del ya formado para su labor apostólica. Antes de que se hubiera acuñado la expresión “formación permanente”, de hecho existía ya la realidad de una autoformación, de un autodidactismo que dio grandes frutos.

Los primeros jesuitas, los compañeros de Ignacio, se fueron formando no sólo en París, sino en los caminos y en las ciudades de varios países europeos, y en el apostolado mismo, en contacto con grandes y pequeños, con ricos y pobres, con sabios e ignorantes. Desde entonces, se va plasmando el jesuita, que no es un fiel seguidor de caminos trillados, sino alguien que abre sendas nuevas. El jesuita era un hombre de machete en mano y no un tren que avanza por rieles preestablecidos.

Fundamentalmente, los jesuitas estuvieron abocados a la evangelización, a la enseñanza y al aprendizaje de idiomas. Todas las otras actividades, en realidad pueden englobarse dentro de esas tres características. Desde la fundación de la Compañía de Jesús, los jesuitas se dedicaron al ministerio de la palabra (sermones, misiones populares, ejercicios), y al de la enseñanza en todos los niveles, desde las escuelas de gramática hasta las diversidades. Un rasgo importante que caracteriza a los jesuitas de la primera época es la admisión de novicios en todos los países en los que se pusieron a trabajar. Prácticamente iban a la par la labor y la continua formación de los jesuitas ya “formados” (sacerdotes y hermanos), y la formación de los jóvenes jesuitas, la cual, naturalmente, debía orientarse a la predicación y a la enseñanza.

Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio constituyeron desde el principio la base principal de la formación del hombre, del cristiano, del sacerdote, del apóstol. Además de los tradicionales estudios de humanidades, filosofía y teología, según la costumbre de la época, siguiendo sobre todo el “método parisiense”, los jesuitas dieron mucha importancia al aprendizaje de idiomas. Ya desde entonces, este aprendizaje tenía finalidad apostólica. Era un medio para llegar al fin que se pretende. En forma sistemática, todos estudiaban latín, muchos griego, y algunos hebreo. De este aprendizaje fue modelo Ignacio, sentado con los niños en la escuela del maestro Ardèvol, tratando de aprender las declinaciones latinas.

En la misma labor apostólica tuvieron que aprender, prácticamente en la calle y en los caminos, las lenguas principales de Europa: castellano, francés, italiano, alemán. Y más tarde, polaco. Húngaro y otras lenguas más. San Ignacio dio el ejemplo chapurreando el italiano. La formación del jesuita no podía prescindir del aprendizaje de otras ciencias. A medida que pase el tiempo, sobre todo en los siglos XVII y XVIII, veremos a los jesuitas estudiando física y matemáticas. En esta primera época, los otros aspectos fundamentales de la formación del evangelizador (conocimiento del lugar, historia, geografía, botánica, zoología, etc., se hacían como quien dice sobre la marcha o a los pies de un benévolo Gamaliel.

San Francisco Javier y sus primeros compañeros en la India y el Japón, siguen la ruta trazada en Europa. Hijos de su época, en la formación de los jóvenes jesuitas implantaron los mismos métodos parisienses, y por lo tanto, atiborraron las cabezas de los jóvenes goanos y japoneses con latín y griego. No propiamente innovando, sino adaptándose a las circunstancias, tuvieron que aprender los idiomas de los diferentes lugares en los que trabajaban, de la misma manera que lo habían hecho en Europa. Francisco Javier, tan poco dotado para los idiomas como Ignacio, abrió la brecha. Lo que él hizo lo hicieron luego generaciones de jesuitas de todos los tiempos y lugares: sentarse pacientemente al lado de un “nativo” para sacar apuntes de su idioma y traducir la cartilla elemental (oraciones, mandamientos y sacramentos). Vendrán más tarde las gramáticas, vocabularios, catecismos mejor elaborados, confesionarios y sermonarios. Los misioneros viejos y los novatos no podían prescindir del aprendizaje de idiomas.

Es difícil analizar por separado la formación espiritual, la apostólica y la intelectual. La formación era una sola, que abarcaba todos esos aspectos, incluyendo las clases organizadas oficialmente y el aprendizaje de infinidad de materias, dejado un poco a la voluntad individual y a las diferentes circunstancias de tiempo y lugar.

Llegados al Brasil en marzo de 1549, lo primero que hicieron los jesuitas fue lanzarse con ardor al aprendizaje de idiomas. El pionero en el estudio del guaraní es el Beato José de Anchieta, llegado al Brasil en 1553, autor de gramáticas, catecismos, canciones y obras de teatro, Para la labor evangelizadora los misioneros tuvieron que recurrir a los intérpretes, llamados “lenguas”. Al igual que en Europa y en la India y en el Japón, desde el principio los jesuitas admitieron a la Compañía jóvenes del lugar, tanto portugueses avecindados en el Brasil, como descendientes de éstos. Y todos ellos, o casi todos, habían aprendido del tupí desde niños. No hay trazas de que se hubieran hecho intentos de admitir indios a la Compañía, o de que se hubiera planteado siquiera ese problema.

La formación de los jóvenes jesuitas en el Brasil, portugueses o criollos, seguirá los moldes de Coimbra: los mismos métodos, los mismos libros, las mismas ejercitaciones académicas. La variante surgirá de la vida cotidiana y de las necesidades de tiempo y lugar. Tanto en el ministerio apostólico de los ya formados como en la formación de los jóvenes, aparecerá en el Brasil un elemento nuevo, tal vez con precedentes en Europa, o en la India o en el Japón: el aprendizaje de diferentes oficios. Los misioneros viejos y los formandos se sienten obligados a convertirse en pintores, músicos y artesanos, sobre todo carpinteros y albañiles.

La experiencia de la Florida, realizada por los jesuitas de España (1566) no dejó huellas profundas, pero por lo menos vemos que también allí lo primero que intentaron fue estudiar los idiomas del lugar y pergeñar esbozos de gramáticas y catecismos. Las experiencias más importantes fueron las realizadas en el Perú, adonde llegaron en 1568, y en México, adonde llegaron en 1572. Antes de que apareciera en el vocabulario corriente la palabra “inculturación”, los jesuitas del Perú y México entraron con pie firme en ese proceso. Al revés que en el Brasil y en la Florida, donde fueron pioneros, en el Perú y en México encontraron el camino ya desbrozado por los franciscanos, agustinos y dominicos. Además, en ambas regiones se encontraron con lenguas más difundidas y más desarrolladas.

En el virreinato del Perú (al principio en las audiencias de Lima y La Plata), los jesuitas se dedicaron a la enseñanza de los hijos de españoles. Ese ministerio lo tendrán también más tarde en las audiencias de Quito y Santa Fe de Bogotá, en la capitanía general de Chile y en las gobernaciones de Asunción, Tucumán y Buenos Aires. Con toda lógica surgieron luego las escuelas para los hijos de caciques.

Lo más llamativo es el aprendizaje del quechua, del aymara, y en algunos casos del puquina. Los llegados de España se pusieron a aprender esos idiomas. Tanto las disposiciones legales de Felipe II, dadas a todos los sacerdotes (seculares y regulares), como por normas de los padres generales de la Compañía, debían estudiar los idiomas indígenas los españoles y criollos. Las normas dicen que no se ordenará a los que no supieran idiomas indígenas. Lo notable de esto es que se ha dado un paso más. Ya no se trata, como antes, del aprendizaje de idiomas dejado únicamente a la iniciativa del misionero y a los tanteos balbucientes del que aprende un idioma con malos profesores y sin libros, porque tiene ardientes deseos de comunicar su mensaje a los paganos. Este aspecto seguirá siempre existiendo cuando se trata de idiomas no muy difundidos o muy alejados de los centros españoles.

En la provincia del Perú, en las “lenguas generales”, como el quechua y el aymara, se establecen clases formales, y no sólo para los jesuitas, sino también para los seglares. Habrá clases de esos idiomas en el Cusco y en Chuquisaca. En el momento de la expulsión (1767) el jesuita cochabambino Miguel de Irigoyen era profesor de quechua en la Universidad de San Francisco Javier de Chuquisaca. Especialmente para los jesuitas funcionó una “casa de lenguas” en la doctrina de Juli, donde mucho tiempo estuvo la tercera probación. Así, la formación del misionero se llevó a cabo en la práctica misma del apostolado, y el aprendizaje de los idiomas se hizo en medio de la gente que hablaba esos idiomas. Esos jesuitas ya utilizaron lo que los lingüistas modernos llaman “método de inmersión”.

En la provincia de México se abrieron casas de lenguas para los jóvenes jesuitas en Tepozotlán para el nahuatl, el otomí y el mazahua. Y en Pátzcuaro para el tarasco. El resultado de los estudios de los jóvenes, tanto en el Perú como en México, fue sin duda parecido al de los mayores: unos aprendieron mucho, otros poco y otros nada. Como en otros campos, en éste pudo más el celo apostólico, el interés y el esfuerzo particular en pleno ejercicio del apostolado, que la labor del profesor y la enseñanza formal en las aulas. Luego, el ministerio de la enseñanza en los colegios de españoles y las funciones de gobierno, hicieron que en la realidad esas disposiciones fueran un poco letra muerta y ley promulgada pero no siempre cumplida. Ese fue el caso del padre José de Acosta, quien nunca logró aprender el quechua.

Con todo, a pesar de esas limitaciones, el número de jesuitas “lenguas” fue notable. En la provincia del Perú, en 1601, 80 jesuitas hablaban quechua o aymara, y algunos ambas. En México, a partir de 1594 en los catálogos de la provincia se indicaba la lengua o lenguas que sabía cada uno de los jesuitas. En 1604, los conocedores del náhuatl eran 88, del tarasco 20 y del otomí 14. Este alto porcentaje no debe llamarnos a engaño. En la mayor parte de los casos no se trata en realidad del aprendizaje de esos idiomas llevado a cabo, ya en la Compañía, en las casas de formación, sino de jesuitas criollos o mestizos, que aprendieron esos idiomas perfectamente bien en sus casas, en contacto frecuente con los indígenas.

Como en otros campos, más que la ley escrita y las clases formales, lo que formó a los jesuitas en el aprendizaje de los idiomas fue el trabajo mismo que brota del celo apostólico. Evidentemente, como en todas partes y en todos los tiempos, hay una gama que va desde hombres excepcionalmente dotados para el aprendizaje de idiomas, hasta aquellos, que con buena o mala voluntad, estudiaron algo pero no aprendieron nada.

El padre José de Acosta, además de ser un superior con mucha iniciativa y visión de futuro, con sus numerosos escritos abrió el camino a la misionología y a la inculturación. Estudió a fondo todo lo la historia y las cultura del imperio mexicano y del incaico. El padre Bernabé Cobo siguió sus pasos, deseando saberlo todo: las “antiguallas” del imperio inacaico, historia, geografía, etnología, botánica, zoología, etc. En la Provincia del Paraguay se distinguió por su saber enciclopédico el padre José Sánchez Labrador, español, que

hizo todos sus estudios en Córdoba del Tucumán.

Los jesuitas de la provincia del Perú recibieron su formación clásica y tradicional en el colegio San Pablo de Lima, con profesores del mismo nivel que los de España. Durante los primeros años el formador más notable fue el padre Diego Alvarez de Paz, uno de los más importantes autores místicos de la Compañía de todos los tiempos. Entre sus libros, muy difundidos en toda Europa, los que se refieren más de cerca de la formación de los jesuitas son: “De vita spirituali eiusque perfectione” y “De sacerdotibus institutione”.

Entre los profesores de renombre estuvieron los padres Esteban de Avila y Rodrigo de Cabredo. El teólogo criollo más famoso fue el padre Juan Pérez de Menacho, limeño, Se difundieron en copias manuscritas sus numerosas obras de teología, derecho canónico y moral, y más de mil aclaraciones a consultas de obispos, virreyes y personas particulares.

Los jesuitas criollos recibieron su formación con los mismos parámetros que los de España. Como notable excepción se puede señalar el caso del beato Roque González, de la provincia del Paraguay, que recibió su formación sacerdotal guiado sucesivamente por los obispos de Asunción, Pedro de la Torre y Alonso Guerra, dominicos, y por el jesuita padre Juan Salón. Después de su ordenación sacerdotal fue admitido a la Compañía, pero no fue enviado a Córdoba, sino que hizo su noviciado en plena labor apostólica en las misiones. Al elevarlo a los altares, la Iglesia y la Compañía, no rechazan la posibilidad de que se haga lo mismo en la formación sacerdotal en algunas circunstancias.

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