jueves, 21 de febrero de 2008

La expulsión de los jesuitas

Año 1767

EXPULSION DE LOS JESUITAS DE LOS VIRREINATOS DE MEXICO, PERU Y NUEVO REINO DE GRANADA (1767 - 1770)

Javier Baptista, S.J.

Antecedentes

Durante el siglo XVIII los enemigos de la Iglesia, que querían destruirla por considerarla atrasada y oscurantista, iniciaron sus ataques por la Compañía de Jesús, a sus ojos principal baluarte de ella. En su lucha contra los jesuitas aprovecharon hábilmente los conflictos internos de la Iglesia, en los que aquellos fueron protagonistas, especialmente las controversias contra los jansenistas y sobre el uso de los ritos chinos y malabares.

Los principios de los llamados filósofos, sobre todo de Voltaire, D'Alembert, Diderot, Locke y Hume, fueron abrazados por los gobernantes de muchas naciones tradicionalmente católicas. En Portugal, Francia, España y Nápoles, ministros ilustrados, en nombre de la luz y la razón formaron un frente común contra la Compañía. Uno de los más enconados enemigos, y el primero en asestarles un golpe fuerte, fue el ministro portugués Sebastiâo José de Carvalho, más conocido como Pombal, por el título de su marquesado, adquirido en 1770.

El 13 de enero de 1750 España y Portugal firmaron un tratado de límites de sus territorios en América del Sur. Una de sus consecuencias fue la entrega a Portugal de siete pueblos de las reducciones jesuíticas, situadas al este del río Uruguay, que dio origen a una sublevación de los guaraníes. Los jesuitas fueron acusados de dirigirla. A pesar de que el Gobernador General de Buenos Aires, Pedro Ceballos, los exoneró de toda culpa, esa acusación fue hábilmente explotada por Carvalho.

En 1757 Carvalho publicó un folleto titulado "Breve relación sobre la república fundada por los jesuitas en los dominios españoles y portugueses del nuevo mundo y sobre su guerra contra los ejércitos de las dos coronas", que fue traducido al español, francés, italiano y alemán. El jesuita italiano Gabriel Malagrida, que había sido durante muchos años misionero en el Brasil, en encendidos sermones y en un folleto titulado "Juízo da verdadera causa do terremoto" (Lisboa, 1756), atribuyó el terremoto de Lisboa de 1755 a castigo de Dios por los pecados del pueblo, e indirectamente, por los de sus gobernantes. Carvalho se sintió aludido. Mandó quemar los impresos y desterró a Malagrida a Setúbal. Posteriormente, cuando se culpó a algunos miembros de la familia Távora del atentado contra el rey del 3 de septiembre de 1758, Carvalho mandó detener a Malagrida, acusado de ser uno de los autores intelectuales. El P. Malagrida, que en la prisión había dado señales inequívocas de demencia, fue condenado a muerte como "falso profeta y hereje", y murió estrangulado y quemado en la plaza del Rossío de Lisboa el 20 de septiembre de 1761.

Carvalho estaba ya resentido contra los jesuitas por su oposición a la "Compañía Comercial del Gran Pará", fundada por él, que monopolizaba el comercio con el Brasil. Sin fundamento alguno acusó a los jesuitas de ser los instigadores de la revuelta ocurrida en Porto en septiembre de 1756 contra la "Compañía de vinos del alto Duero", creada por iniciativa suya.

El 3 de septiembre de 1758 se produjo un atentado contra el rey de Portugal, José I, que fue atribuido a los jesuitas. Ese fue el pretexto que buscaba Carvalho. En 1759 decretó la expulsión de los jesuitas de Portugal y sus dominios por conspirar contra el rey. Creyéndolos inmensamente ricos, deseaba apoderarse de sus bienes en el Brasil, con la esperanza de mejorar la situación económica del estado portugués, en crisis después del terremoto de Lisboa y la guerra guaraní.

El siguiente paso lo dio Francia. La Compañía, acosada ya por los jansenistas y los galicanos, se vio envuelta en un largo proceso judicial a raíz de las deudas del P. Antoine Lavalette, enredado en negocios comerciales a espaldas de los superiores, con el objeto de sostener la misión de la Martinica. Volvieron a relucir contra los jesuitas las viejas acusaciones de su sumisión al papa, en detrimento de la autoridad real, y de su defensa del regicidio, mientras el Parlamento de París ponía nuevamente en cuestión su derecho a permanecer en Francia.

Surgió una contienda entre el Rey Luis XIV y el parlamento sobre la revisión de las constituciones de la Compañía. El ministro de Relaciones Exteriores, Etienne François de Choiseul, escribió al P. General Lorenzo Ricci, que la única manera de salvar a los jesuitas de Francia era que éste renunciase a su autoridad sobre ellos, incompatible con las leyes del estado, y que los gobernase un vicario general, independientemente de Roma. Ricci, naturalmente, se negó, y fue enérgicamente apoyado por el Papa Clemente XIII.

El 6 de agosto de 1762 el Parlamento de París expidió un decreto de expulsión de la Compañía. Entre 1763 y 1764 fue imitado por los Parlamentos de Ruán, Tolosa y Pau. Los del Delfinado, Guienne, Burgundia, Provenza y Bretaña emanaron únicamente decretos de supresión. Los de Alsacia, Franco-Condado y Flandes no tomaron ninguna acción contra ellos. Luis XIV, que había tratado de evitar la expulsión de los jesuitas, incluso imponiéndoles un juramento de fidelidad, al que algunos se sometieron, y que fue decididamente desaprobado por Ricci, al fin decidió promulgar una ley única en todo el reino. En noviembre de 1764 Luis XIV decretó la expulsión de los jesuitas. Permitió, sin embargo, quedarse en Francia a los que abandonasen la orden.

Tres años después llegó el turno a los jesuitas de España. Como parte de la estrategia en la lucha contra la Compañía, Manuel de Roda, agente español en Roma, contando con el apoyo entusiasta del Rey Carlos III, promovió la canonización del Obispo de Puebla, Fray Juan de Palafox, célebre adversario de los jesuitas. El rey atribuyó a éstos el fracaso de las gestiones de su enviado. Carlos III, piadoso y fiel al papa, estaba rodeado de enemigos de la Iglesia y en particular de la Compañía.

Desde Nápoles, su antiguo consejero, Bernardo Tanucci le escribía frecuentemente incitándole a acabar con los jesuitas, y dirigía hábilmente los hilos de la intriga en Roma y Madrid. Uno de los más decididos reformadores de la educación en España, Pedro Rodríguez de Campomanes, atribuía principalmente a los jesuitas el predominio del latín y de la escolástica, en la enseñanza, sin notar los cambios renovadores que ya se daban en los colegios de la Compañía.

Los colaboradores de Carlos III, absolutistas y regalistas, desconfiaban sobre todo de la doctrina suareciana, de raíces tomistas, sobre la democracia y el origen de la autoridad civil. Un acontecimiento tangencial desencadenó la tormenta. El descontento debido a la carestía de alimentos, especialmente de aceite y pan, y el patriotismo herido por la orden de acortar las capas españolas y usar el sombrero de tres picos en vez del tradicional chambergo, levantó al pueblo de Madrid el 26 de marzo de 1766 contra el ministro de finanzas, el siciliano Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache. Al motín de Madrid se sumaron algaradas en Zaragoza, Cuenca, Palencia y Guipúzcoa. Los disturbios fueron atribuidos por el gobierno a los jesuitas.

El Conde de Aranda, Pedro Pablo Abarca, Presidente del Consejo de Castilla, procedió al juicio y a la sentencia. Un "Consejo Extraordinario", encabezado por Aranda y Campomanes, recomendó al rey el 29 de enero de 1767, la expulsión de los jesuitas. Carlos III fue literalmente asediado. Sus consejeros susurraban continuamente a sus oídos los nombres de Suárez y Mariana, “jesuitas enemigos mortales de los reyes”. Fraguaron cartas "interceptadas" que probaban la existencia de un complot urdido por la Compañía de Jesús para exterminar a la real familia. Una de esas cartas, atribuida nada menos que al padre general, declaraba que Carlos III no era en realidad hijo de Felipe V. El 27 de febrero de 1767 Carlos III firmó el decreto. Después de España procedió Nápoles el 20 de noviembre de 1767. Parma, el 7 de agosto de 1768 cerró el capítulo de las expulsiones. Las cortes borbónicas se preparaban para el golpe final: la supresión de la Compañía de Jesús.

Entre las muchas causas y pretextos para la persecución de la Compañía en general, algunos estaban más relacionados con la América española. La acusación de riqueza se refería, sobre todo, a las misiones guaraníes. Los comerciantes y hacendados no toleraban el monopolio de la producción y comercialización de la yerba mate. Sin fundamento alguno hicieron correr la voz de la existencia de minas de oro. Los esclavistas portugueses, y muchos de sus aliados españoles, consideraban necesaria la expulsión de los jesuitas, quienes les impedían apoderarse de los indios.

Las misiones, que no eran independientes de la corona, fueron presentadas como repúblicas autónomas. Se sacaron a la luz conflictos antiguos, como el de 1650 con el Obispo de Asunción, Fray Bernardino de Cárdenas. En 1768 se publicó en Madrid la "Colección general de documentos tocantes a la persecución que los regulares de la Compañía suscitaron contra el Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Fray D. Bernardino de Cárdenas".

El decreto de Carlos III y las instrucciones de Aranda

En su real decreto del 27 de febrero de 1767, Carlos III dijo que habiéndose conformado con el parecer de su Consejo Real y con el de personas del más elevado carácter, estimulado de gravísimas causas relativas a su obligación de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia sus pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias, que reservó en su real ánimo, usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso había depositado en sus manos para la protección de sus vasallos y respeto de su corona, vino en mandar se extrañen de todos sus dominios de España e Indias, islas Filipinas y demás adyacentes, a los religiosos de la Compañía de Jesús y a los novicios que quisiesen seguirlos.

El 1º de marzo de 1767 firmó Aranda dos instrucciones para la ejecución del decreto de Carlos III, una común para España y América, y otra especial para esta última. Esas instrucciones fueron seguidas escrupulosamente en los Virreinatos de Nueva España, Perú y Nueva Granada. Sumamente detalladas, constituían el marco general de todas las expulsiones. Los comisionados debían enterarse de su contenido el día anterior al asignado para su cumplimiento.

En la primera instrucción se les dice que deben reunir la tropa necesaria "disimuladamente". Procediendo con presencia de ánimo y precaución, los ejecutores tenían que rodear previamente las casas de los jesuitas con el objeto de "impedir que nadie entre o salga sin su conocimiento y noticia". Reunida la comunidad al toque de campana, en presencia de un escribano y varios testigos, debía procederse a la lectura del real decreto y ocupación de temporalidades, "expresando en la diligencia los nombres y clases de todos los jesuitas concurrentes". En el caso de encontrarse alguno ausente "o en otro pueblo o paraje no distante", debía el ejecutor requerir al superior mandarlo llamar, sin dar explicaciones, para que se restituya instantáneamente, y luego, con carta abierta de éste, enviar una persona segura para conducirlo sin pérdida de tiempo.

Las normas eran minuciosas. Hecha la intimación se procederá en compañía del superior y procurador de la casa, a la ocupación judicial de archivos, biblioteca común, libros y escritorios de aposentos, distinguiendo los que pertenecen a cada jesuita. Se cerrará la iglesia para proceder más tarde al inventario, con asistencia del procurador, en presencia del provisor, vicario eclesiástico o cura del pueblo.

Los novicios deberán ser separados inmediatamente de los demás y trasladados a casas particulares, "donde con plena libertad y conocimiento de la perpetua expatriación que se impone a los individuos de su orden, puedan tomar el partido a que su inclinación les indujese. Cada novicio, cualquiera que fuese su decisión, deberá firmarla "de su nombre y puño". El comisionado no debe permitir "sugestiones para que abrace el uno o el otro extremo, por quedar del todo al único y libre arbitrio del interesado. No se les asignará pensión vitalicia por hallarse en tiempo de restituirse al siglo, o trasladarse a otra orden religiosa, con conocimiento de quedar expatriados para siempre".

A las veinticuatro horas de la intimación del decreto, los jesuitas de diferentes casas debían ser concentrados en un lugar designado previamente, conducidos por personas prudentes y con escolta de tropa y paisanos. Los encargados de su conducción debían evitar con sumo cuidado el menor insulto a los religiosos y requerir la intervención de las autoridades en casos de exceso, puesto que los expulsos se encontraban bajo la protección del rey.

Cada uno podía llevar consigo objetos personales: ropa, pañuelos, tabaco, chocolate, breviarios y libros de oraciones. El procurador de cada provincia y casa debía permanecer en el lugar durante dos meses, alojado en un convento de otros religiosos, o en su defecto en una casa particular de confianza del ejecutor, para responder y aclarar exactamente, con deposiciones formales, cuanto se les preguntare tocante a sus haciendas, papeles, ajuste de cuentas, caudales y régimen interior. En caso de haber ancianos y enfermos "que no sea posible remover en su momento", se podía esperar "hasta tiempo más benigno o a que su enfermedad se decida".

En la segunda instrucción daba Aranda ordenaciones específicas para el extrañamiento en América y Filipinas. A los principales ejecutores: virreyes, presidentes de audiencias y gobernadores designados, les concedía plena facultad para dar las órdenes, señalar los lugares de concentración, llamados "cajas de depósito", y los embarcaderos, y por último aprontar las naves necesarias para el transporte de los jesuitas al Puerto de Santa María en Cádiz.

Debían ellos fijar la fecha de la ejecución del decreto en sus respectivas jurisdicciones, expidiendo las órdenes convenientes a la mayor brevedad, "a fin de que no llegue a noticia de unos colegios lo que se practique en otros sobre este particular". Ordenaba, además, que en las misiones administradas por la Compañía, se nombrase interinamente un gobernador, persona de acreditada probidad, que resida en la cabeza de las misiones y atienda al gobierno de los pueblos, conforme a las leyes de Indias.

Aconsejaba también "establecer allí algunos españoles" con el objeto de abrir y facilitar el comercio entre éstos y los indios. Para la sustitución de los misioneros, debían los comisionados "pasar las órdenes convenientes a los Reverendos Arzobispos y Obispos", quienes debían designar a "los clérigos o religiosos sueltos", cuyo mantenimiento correría a cargo del rey" [1].

La ejecución del decreto

La diversa actitud de los principales comisionados, benévola u hostil a los jesuitas, condicionó en gran medida el comportamiento de los subordinados. Diversa fue también la posición de los obispos. Acostumbrados a obedecer al rey, fueron en general mudos testigos del éxodo. Los religiosos y sacerdotes seculares, siempre que pudieron trataron bien a los jesuitas, especialmente a los enfermos alojados en sus casas, y a los que pasaron por sus conventos o parroquias camino del destierro.

Algunos cayeron en desgracia por prestarles apoyo. Atemorizados, impotentes, o indiferentes, fueron también observadores silenciosos de la tragedia. Hubo entre ellos algún caso aislado de alegría por su exilio. La reacción de la gente fue de congoja. No hubo en ninguna parte aprobación general o regocijo popular por su expulsión. Muchos fueron los detenidos y enviados a España por atreverse a protestar. Los jesuitas fueron algunas veces insultados, nota más bien discordante en el conjunto.

Los arrestos y expulsiones están acompañados en todas partes con escenas de llanto. A su salida de las ciudades, a pesar de las prohibiciones de las autoridades, los acompañan gran trecho, como en procesión o entierro, dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios, sacerdotes seculares, en uno que otro caso el obispo, parientes, amigos, discípulos, esclavos de las haciendas o indios de las misiones. Los jesuitas escucharon con respeto y sumisión la lectura del terrible decreto. Evitaron los disturbios de la gente y acallaron con eficacia sus protestas. Unos cuantos se escondieron, o ya arrestados, huyeron.

El número de los viajeros, la dificultad de conseguir medios de transporte y aprovisionamiento, y en algunos casos las epidemias, hicieron más penosos los viajes, siempre difíciles y peligrosos aun en circunstancias normales. Los jesuitas fueron literalmente "transportados", por tierra en carrozas, carretas, a caballo, a pie, si estaban enfermos en hamacas o a hombres de indios; y por ríos y mar en canoas y barcos atestados.

Los jesuitas fueron hacinados en el sentido estricto de la palabra, primero en las casas de las principales ciudades, después en algunas de las "cajas de depósito" de los puertos de Veracruz, La Habana, Cartagena de Indias, Panamá, Guayaquil, El Callao, Valparaíso, Buenos Aires, Manila, y por último, todos, en el Puerto de Santa María, final de la primera etapa.

Las provincias de la Compañía fuera de España, afectadas por el decreto de Carlos III eran siete. En el Virreinato de Nueva España, la de México con 669 jesuitas y la de Filipinas con 148. En el Virreinato del Perú, la del Perú con 463, la del Paraguay con 457 y la de Chile con 332. En el Virreinato de Nueva Granada la de Santa Fe con 265 y la de Quito con 263. Eran en total 2597[2]. Llegaron al Puerto de Santa María, sin contar a los novicios, 2267.

Quedaron atrás unos cuantos fugitivos, unos 100 enfermos y más de dos centenares de muertos, que marcaron los hitos del éxodo en ríos, selvas, sierras, pequeños poblados, ciudades y el mar.

La expulsión ocasionó o agravó las crisis de vocación. Ya en los barcos empezaron a formarse grupos de los llamados "descontentos" o "disidentes". Eran casi todos criollos, muchos de ellos tocados del resentimiento contra los peninsulares, que ya iba en aumento en los virreinatos. Hasta entonces la Compañía había logrado mantener la armonía y el espíritu de cuerpo con más éxito que los otros religiosos, entre los cuales la rivalidad entre ambos grupos era ya proverbial.

El desastre del exilio, el amor crecido a la tierra natal que se abandonaba a la fuerza, la comunicación entre los amargados y los acobardados, influyeron en los ánimos. Entre 1768 y 1773, 298 jesuitas decidieron secularizarse, creyendo equivocadamente que de ese modo podrían volver más tarde a sus respectivos países. Más de la mitad de los disidentes procedían de la Provincia del Perú.

Secularizados México Filipinas Perú Paraguay Chile Santa Fe Quito

Sacerdotes 22 2 91 9 6 10 4

Escolares 2 - 43 9 2 1 9

Hermanos 31 - 28 8 5 8 8

Los novicios, 70 en total, contrariamente a las instrucciones de Aranda, fueron sometidos a fuertes presiones, primero en sus respectivas provincias, sobre todo por sus familiares, y después en España. Los que no cedieron a los primeros asaltos y habían resuelto viajar con los expulsos al Puerto de Santa María, volvieron a ser instigados a dejar la Compañía, con promesas y amenazas.

Conducidos a Jerez fueron alojados por grupos en los conventos de San Francisco, Santo Domingo y La Merced. No pocos de los mismos religiosos les instigaron a firmar el documento de abandono. Finalmente, 61 se mantuvieron firmes: 19 de México, 1 de Filipinas, 2 del Perú, 8 del Paraguay, 9 de Chile, 17 de Santa Fe y 5 de Quito. De ellos, todos eran hermanos coadjutores, menos 1 del Perú, 1 del Paraguay, 5 de Chile y 3 de Santa Fe.

El 10 de diciembre de 1768 recibieron la orden de salir de España en el plazo de seis meses por sus propios medios. Con la ayuda de personas generosas de Cádiz y del Puerto de Santa María lograron fletar un barco. En abril de 1769 llegaron a Roma y se presentaron al P. General, Lorenzo Ricci.

Los jesuitas de las 7 provincias terminaron su éxodo en los Estados Pontificios. Los de México en Bolonia y Ferrara, los de Filipinas en Bagnacavallo, los del Perú en Ferrara y Ravena, los del Paraguay en Faenza, los de Chile en Imola, los de Santa Fe y Quito en la Marca de Ancona y los secularizados en Roma. Los muy enfermos se quedaron en España, en conventos u hospitales del Puerto de Santa María y Osuna, consignados en los catálogos reales como "depositados". Los extranjeros volvieron a sus provincias de origen, menos 5 alemanes misioneros de Chiloé, acusados de ser espías de.los ingleses, que permanecieron hasta su muerte en España, recluidos en monasterios y conventos.

A los sacerdotes y escolares se les asignó una pensión vitalicia de 1500 pesos anuales y a los hermanos de 1350, incluidos los secularizados. Fueron excluidos de la pensión los prófugos e "inciertos", llamados así "por ignorarse su destino, pues aunque consta se embarcaron para Italia, no consta su llegada de las matrículas remitidas por los comisionados", los extranjeros y los novicios, con muchas excepciones. Después de la extinción de la Compañía se concedió a la mayoría. Los prófugos e "inciertos" de todas las provincias eran 22 sacerdotes, 1 escolar y 18 hermanos [3].

3 Catálogo de los regulares que fueron de la extinguida Orden llamada de la Compañía de Jesús por lo perteneciente a Indias. Dispuesto de orden del Consejo. Por Juan Antonio de Archimbaud y Solano. Madrid, junio 27 de 1774, 415-730. IHSI. Biblioteca.

Virreinato de Nueva España

Provincia de México

El Virrey Carlos Francisco de Croix recibió el decreto de expatriación de los jesuitas el 30 de mayo de 1767. En presencia del Visitador Real, José de Gálvez, enemigo declarado de la Compañía, dio la noticia a las principales autoridades el 24 de junio. El decano de la audiencia de México, Domingo Valcárcel, se atrevió a protestar. Después de efectuada la expulsión fue enviado a España junto con otros dos opositores notables, el canónigo Francisco Javier Enaurrízar y el doctor Antonio López Portillo.

El día fijado fue el 25 de junio. En la ciudad de México se procedió, como casi en todas partes, a las cuatro de la madrugada, en el Colegio Máximo, Casa Profesa y Colegios de San Andrés, San Ildefonso y San Gregorio. Gálvez en persona dirigió las operaciones en el Colegio Máximo, donde un hermano escolar, Pedro Arenas, que era demente, asustado por la presencia de hombres armados, se lanzó por una ventana a la calle, muriendo en el acto. En el Colegio San Gregorio, una muchedumbre llorosa se aglomeró en torno al P. Agustín Márquez para despedirse de él besándole las manos, y uno se llevó su bonete como recuerdo.

En el bando que se leyó ese día por las calles de la ciudad, notificando las órdenes reales, anunció el virrey las sanciones que caerían sobre todos los que "en público o en secreto hicieran conversaciones, juntas, asambleas, corrillos o discursos por palabra o por escrito". Sus palabras de amedrentamiento se hicieron célebres y sólo sirvieron para exacerbar los ánimos contra el rey, incluso de aquellos que no eran adictos a la Compañía: "De una vez para lo venidero deben saber los súbditos del Gran Monarca que ocupa el trono de la España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno"[4].

El Provincial, P. Salvador de la Gándara, se encontraba en Querétaro. Después de intimado el decreto, se arrodilló y dio inicio al "Te Deum", seguido por todos los miembros de la comunidad. En San Luis de La Paz, San Luis Potosí, Pátzcuaro y Guanajuato, que estaban en rebelión armada desde el año anterior en protesta por el exceso de tributos, la gente se exaltó más con motivo de la expulsión de los jesuitas y trató de impedir su arresto. En San Luis Potosí Gálvez ordenó el 20 de julio la ejecución de cuatro de los cabecillas de la revuelta. Francisco de la Cuesta, convicto de haber distribuido folletos a favor de los jesuitas, fue encerrado en el convento del Carmen de la ciudad de México, y más tarde enviado a España.

En Pátzcuaro Pedro de Soria, caudillo de más de cien pueblos tarascos, juró que no saldrían los padres, costara lo que costara. El rector del colegio, P. José Meléndez, le rogó no impedir el cumplimiento de la orden real, precisamente por el bien de los jesuitas. En Guanajuato la gente forzó las puertas del colegio y sacó a los jesuitas para esconderlos en las minas. Los mismos padres apaciguaron a los mineros y volvieron al colegio. Después de la campaña de "pacificación" en la zona, 85 personas fueron ejecutadas, 664 condenadas a presidio y 110 a destierro.

El 27 de junio ya se había cumplido el decreto en México, Puebla, Veracruz, Guadalajara, Oaxaca, San Luis de La Paz, León, Valladolid, Mérida, Querétaro, Tepozotlán, Zacatecas, Durango, Pátzcuaro, Guanajuato, Guatemala, La Habana y Puerto Príncipe. Los 40 misioneros de la Tarahumara fueron reunidos en Chihuahua, de donde partieron el 27 de julio. Por Zacatecas y Jalapa llegaron a Veracruz el 11 de octubre.

La primera nave de expulsos de la provincia de México salió del puerto de Veracruz el 26 de julio con 55 jesuitas. El 23 de octubre 210 se embarcaron en 7 naves.

El 10 de noviembre 105 en 4. El 20 de noviembre 60 en una fragata. El 28 de enero de 1768 se embarcaron 49 y el 1º de abril se embarcaron 19.

En el puerto de Veracruz, entre agosto de 1767 y abril de 1768 murieron 35 jesuitas. Durante la travesía a La Habana murieron 5 más. A la llegada, los enfermos fueron llevados al Hospital de Belén y los demás a la fortaleza de La Regla. Uno de los padres, Francisco Morales, de la comunidad de León, que había llegado enloquecido, no pudo soportar el sonido de los tambores. Desesperado, se ahorcó con su ropa interior el 22 de marzo de 1768.

La expulsión de California se efectuó mucho más tarde. El nuevo gobernador, Gaspar Portolá, llegó a Loreto en diciembre de 1767 y se alojó en la casa de los jesuitas. Con la presencia del visitador y superior de la misión, P. Benno Ducrue, se llevó a cabo la toma de posesión del nuevo gobernador con las solemnidades de costumbre. Los 16 jesuitas de la misión salieron a Veracruz el 4 de febrero de 1768. Allí se embarcaron a La Habana el 13 de abril, junto con 40 indios desterrados de San Luis Potosí.

Los 52 misioneros de Sonora, Sinaloa y Pimas, después de permanecer encerrados en Guaymas durante 9 meses, partieron el 2 de marzo de 1768. Los más débiles, atados a las cabalgaduras, viajaron a través de pantanos infectos, a veces con el agua hasta la cintura, descansando poco y con escasa alimentación. El largo y penoso viaje, el peor de todos en la expulsión, ocasionó la muerte de 20 jesuitas.

Los sobrevivientes arribaron a Veracruz en enero de 1769, y se embarcaron por fin rumbo a España en abril. Unos quince se quedaron en conventos y hospitales, demasiado enfermos para continuar el viaje. Uno de ellos, el P. Francisco Urízar, vivía todavía cuando retornaron a México los jesuitas en el siglo XIX. Casi todos los llegados al Puerto de Santa María, fueron también "depositados" y no pasaron a Italia.

Los jesuitas de la Provincia de México eran 678 (de ellos, 464 criollos y 153 peninsulares). Los sacerdotes extranjeros eran 22 alemanes, diez bohemos, seis italianos, seis franceses, 1 austríaco y 1 irlandés. Los hermanos eran 8 alemanes, tres franceses, 2 italianos, 1 portugués y 1 irlandés. Los novicios escolares eran 19, de los que 7 salieron en México, cuatro en España, y 8 llegaron a Italia. Los novicios coadjutores eran 6, de los cuales 1 salió en España y 5 prosiguieron a Italia[5]

Provincia de Filipinas

Aranda mandó los despachos a Manila por dos vías. Llegó primero, el 17 de mayo de 1768, el enviado por medio del Virrey de Nueva España. A mediados de julio, pasada ya la expulsión, llegó el otro en una nave holandesa. El Gobernador de Manila, José Raón, estaba encargado de la ejecución del decreto en las casas de la Provincia de Filipinas: Manila, Samboanga, Santa Cruz, San José el Real, Cavite, Zebú, San Pedro Macutín, Boxó, Marianas, Marindrique, Pintados, Tagalos, Mindanao, Zasnal y Aetas.

Además, se encontraban dentro de su jurisdicción los PP. Sebastián Zwerger y Juan Javier Condestabile, de la Provincia del Japón, y Manuel de Viegas, de la Vice Provincia de China, expulsados de los dominios portugueses por el decreto de Pombal de 1759.

En Manila, a las 9 de la mañana del 19 de mayo las tropas ocuparon el Colegio Máximo, el Colegio San Ildefonso y el seminario. El 29 de julio los jesuitas fueron conducidos en coches hasta el río Manila, donde se embarcaron al puerto de Cavite. De allí, con los de esa comunidad prosiguieron viaje en una nave a Acapulco el 1º de agosto.

Raón, amigo de la Compañía, se esforzó en darles la mayor comodidad posible. Permitió el embarque de 11 criados chinos, entre ellos dos cocineros y un barbero, todos los cuales debían acompañar a los padres solamente hasta el puerto de Acapulco. Debido a una fuerte tormenta que los sorprendió cerca de las islas Marianas, tuvieron que regresar a Manila, donde atracaron el 2 de octubre.

A partir del 28 de enero de 1769 fueron llegando a Manila los jesuitas de las otras islas, y fueron encerrados con los demás en el Colegio Máximo. Los últimos fueron los 13 del colegio de Zebú, que llegaron el 5 de julio. El 4 de agosto, después de haber hecho juntos los Ejercicios Espirituales, partieron del puerto de Cavite.

Se quedaron en tierra 20, entre ellos el P. Condestabile, de la Provincia del Japón, quienes a juicio de los médicos no estaban en condiciones de viajar. En una nave, 21 tomaron la ruta de Acapulco. Llegaron a san José de California el 2 de diciembre, donde fueron recibidos con cariño por los indios de la misión que había sido de la Compañía.

El 17 de febrero de 1770 desembarcaron en Veracruz, donde fueron encerrados en el convento de San Francisco. Siguiendo viaje el 31 de marzo, partieron al Puerto de Santa María. Los restantes salieron de Manila el 20 y 23 de enero de 1770 rumbo a España por el Cabo de Nueva Esperanza.

La Provincia de Filipinas tenía 7 colegios, una residencia y 7 misiones, de las cuales las más importantes eran las de Pintados y Tagalos. Los jesuitas de la Provincia de Filipinas eran en total 148, de los cuales 8 filipinos (7 sacerdotes y 1 hermano); 116 españoles (90 sacerdotes, 1 escolar, 24 hermanos, 1 hermano novicio coadjutor); 24 extranjeros (19 sacerdotes, 5 hermanos). Los sacerdotes extranjeros eran 6 de Italia, 4 de Bohemia, 3 de Austria, 2 de Polonia, 1 de Alemania, 1 de Francia, 1 de Irlanda y 1 de Suiza. Los hermanos eran 3 de Italia, 1 de Francia y 1 de Flandes. El único novicio era español. Los dos de la provincia del Japón eran el P. Sebastián Zwerger, alemán, y el P. Juan José Condestabile, que aparece como "no especificado". Por su apellido, parece italiano. El de la Vice Provincia de China, P. Manuel de Viegas, era portugués[6].

Virreinato del Perú

Gobernaciones de Buenos Aires, Tucumán y Asunción (Provincia del Paraguay)

El Gobernador de Buenos Aires, Francisco de Paula Bucareli, recibió los despachos de Aranda el 7 de junio de 1767. Estaba encargado de la ejecución del decreto en las casas de la Provincia del Paraguay, con excepción de las de Tarija y las misiones de Chiquitos, confiadas al Presidente de la Audiencia de la Plata (Charcas). Eran las de Buenos Aires, Córdoba, Montevideo, Santiago del Estero, San Miguel de Tucumán, Corrientes, Santa Fe, La Rioja, San Felipe de Lerma, Salta, San Juan, Asunción, las misiones guaraníes de los ríos Uruguay y Paraná, y las del Chaco. Recibió, además, la comisión de hacer llegar el decreto al Presidente de la Audiencia de La Plata, al Virrey del Perú y al Gobernador de Chile.

Bucareli había decidido proceder en su jurisdicción el 21 de julio. Al saber de la llegada al Puerto de Montevideo de la nave "El Aventurero", que había partido de España después de la expulsión, efectuada allí en abril, temeroso de que no pueda mantenerse el secreto, adelantó la fecha. A las dos de la madrugada del 3 de julio se efectuó en Buenos Aires, en los colegios San Ignacio y Belén. En el bando que se proclamó en la ciudad se notificó, bajo pena de muerte, la prohibición de censurar el decreto real y de ponerse en comunicación con los detenidos 5.

5 Catálogo de la Provincia de Filipinas, 1767. ARSI. Philip. 3, 388-391.

A pesar de esas disposiciones, muchos amigos de los jesuitas lograron hacerles llegar cartas, e incluso verlos. Bucareli ordenó la salida de la ciudad de una decena de personas. Un oficial, Pedro Medrano, fue deportado a la isla de Maldonado, y el coronel José Nieto fue despachado a España, donde fue encarcelado en el castillo de San Antón, en la Coruña.

El 5 de julio el teniente Agustín Figueroa, del Regimiento de Mallorca, entregó los pliegos enviados por Bucareli al gobernador de Montevideo Agustín de la Rosa. En su auto del mismo día dice el gobernador que inicialmente decidió proceder a la ejecución del decreto a las cuatro de la mañana del día siguiente, 6 de julio, pero debido a que acababa de llegar una lancha procedente de Buenos Aires, temiendo que al enterarse los jesuitas de la determinación real “intentasen hacer alguna fuga, ocultación de caudales, papeles u otros efectos”, se vio precisado a adelantar el momento a las 8 de la noche del mismo día 5 [7].

Después del viaje a Buenos Aires de los 4 jesuitas de esa comunidad, el 26 de julio arribó al puerto de Montevideo la nave "San Fernando" con 36 padres, hermanos y novicios, destinados a las Provincias del Paraguay y Chile (16 al Paraguay y 20 a Chile). Habiendo salido de Cádiz el 2 de enero, no se alejaron de las costas de España a causa de los temporales durante dos meses. Partieron de Algeciras el 5 de marzo. Durante la navegación murieron 6 jesuitas. Llegados al puerto de Montevideo, el Gobernador Agustín de la Rosa subió a la nave con soldados armados de bayoneta calada y les intimó la orden de extrañamiento. Poco después del desembarque murió un padre.

A fines de agosto, todavía no repuestos de su viaje, fueron conducidos a Buenos Aires para regresar a España en la primera flota de expulsos. A principios de septiembre los 8 novicios pasaron a Buenos Aires, donde se juntaron con los 11 de la provincia del Paraguay. Los 7 restantes, que estaban enfermos, partieron en noviembre para formar parte de la segunda expedición. Sorprendidos por una tormenta, todos murieron en el naufragio.

El 12 de julio se leyó el decreto en Córdoba. Los 133 jesuitas del Colegio Máximo, Universidad y Seminario de Montserrat, partieron a Buenos Aires el día 22. El 13 de julio fueron detenidos los 11 jesuitas del Colegio de Santa Fe. Dependían de ese colegio 11 reducciones del Chaco, de diferentes lenguas y tribus. En los pueblos de san Javier y San Pedro, de mocobíes, se supo la noticia antes de la llegada de los comisionados. Movidas por el pánico, más de 800 personas se dieron a la fuga.

En San Javier, al saber que el sacerdote secular que reemplazaría a los padres, no hablaba su lengua, todos se confesaron con el P. Florián Paucke. Conducidos a Santa Fe el 7 de agosto, los 6 misioneros de San Javier, San Pedro y Concepción, siguieron viaje a Buenos aires el 6 de septiembre. Los acompañó un cacique con 25 hombres, decidido a hablar con Bucareli, con la esperanza de que éste ordene el retorno de los padres a las misiones. Temiendo represalias de las autoridades contra los mocobíes, los padres los convencieron de no seguir adelante, y se despidieron de ellos el 15 de septiembre.

El 30 de julio fueron detenidos los 16 jesuitas de Asunción. El gobernador, Carlos Morphy, no pudo impedir que al día siguiente el Comendador de La Merced, Fray Manuel Pessoa, celebrase solemnemente la fiesta de San Ignacio de Loyola en la Iglesia de la Compañía con gran concurso de gente. Por el río Paraguay partieron los jesuitas a Buenos Aires el 19 de agosto.

Procedentes de Asunción, el 15 de agosto llegaron los comisionados reales a la reducción de Belén, de mbayás, parcialidad de guaycurúes. Los dos misioneros que la atendían, embarcados el día 19, viajaron por el río Paraguay a Asunción, adonde llegaron el 22. Fueron alojados en el convento de La Merced. Allí se presentó un cacique de Belén, con quejas contra el sacerdote secular enviado a reemplazar a los jesuitas, quien tenía a la puerta de su casa soldados españoles de guardia. Ingenuamente pidió a los padres que comuniquen al rey de España su petición de mandarlos de retorno a Belén. El primer grupo de expulsos de la Provincia del Paraguay partió de la Ensenada el 29 de septiembre de 1767. Iban 224 jesuitas en 5 naves. El segundo, con 151, partió en una sola nave el 6 de mayo de 1768.

La dificultad de conseguir sacerdotes seculares o religiosos para reemplazar a los misioneros de las reducciones guaraníes de los ríos Uruguay y Paraná, hizo retardar allí más de un año la ejecución del decreto. Por más esfuerzos que hizo Bucareli, sólo pudo contar con diez para ocupar los puestos de 78 jesuitas. El 24 de mayo de 1768 Bucareli partió de Buenos Aires con 1500 soldados. Llegado al Salto del Uruguay el 16 de junio, distribuyó a sus hombres en tres grupos. Uno, al mando de Francisco Bruno de Zabala, que debía recibir refuerzos de las tropas de la frontera de Río Grande, se dirigió al oriente. Otro, a órdenes de Juan Francisco de la Riva, al que debía incorporarse un regimiento de Asunción, se dirigió al occidente. Bucareli se encaminó al centro.

El provincial, P. Manuel Vergara, que se encontraba en Yapeyú, recibió la noticia el 16 de julio. Contrariamente a las previsiones de Bucareli, los temidos guaraníes no ofrecieron resistencia alguna. Recibió, en cambio, numerosas delegaciones respetuosas con la petición de no sacar a los jesuitas. Los caciques de San Luis, en carta fechada el 28 de febrero de 1768, le pidieron que transmita su petición "a nuestro buen Rey en el nombre y por el amor de Dios, con lágrimas de todo el pueblo, indios, indias, niños y muchachas, y con más especialidad todos los pobres"[8]. Los 78 últimos jesuitas de las misiones guaraníes salieron el 22 de agosto y se embarcaron el 8 de diciembre.

Los jesuitas de la Provincia del Paraguay eran 457, de los cuales 85 eran criollos y 293 peninsulares. Los sacerdotes extranjeros eran 47 (15 italianos, 14 alemanes, 4 húngaros, 2 ingleses, 1 suizo, 1 croata y 1 portugués). Los hermanos extranjeros eran 31 (16 alemanes, 6 italianos, 4 bohemos, 1 inglés, 1 portugués, 1 francés, 1 austríaco y 1 suizo).

Audiencia de Charcas (Provincias del Perú y del Paraguay)

El teniente José Ignacio de Merlo llegó a Chuquisaca con los despachos de Bucareli el 17 de julio de 1767, y al día siguiente continuó su viaje a Lima. Dentro de la jurisdicción de la Audiencia de Charcas se encontraban las casas de Chuquisaca, Cochabamba, Oruro, La Paz, Juli, Santa Cruz de la Sierra y las misiones de Mojos, pertenecientes a la provincia del Perú, y las de Tarija y las misiones de Chiquitos, pertenecientes a la provincia del Paraguay.

El Presidente de la Audiencia de Charcas, Victorino Martínez de Tineo, había decidido inicialmente proceder a la ejecución de las órdenes el 4 de septiembre. Al saber que ya se había llevado a cabo la expulsión en San Miguel de Tucumán, adelantó la fecha. Mediante bando ordenó que todos los vecinos de 15 a 60 años se enrolen como soldados, con excepción de los estudiantes y de los eclesiásticos. Las tropas cercaron la Universidad y el Colegio San Juan Bautista. Ocuparon las bocacalles e impidieron a los vecinos la salida de sus casas y el ingreso de peatones a la Plaza de Armas y al mercado.

Se pusieron tres horcas en medio de la plaza. A las 3 de la mañana del 17 de agosto, con pretexto de confesión hicieron llamar al superior P. Miguel Negreiros. Se leyó el decreto de expulsión en las dos casas de Chuquisaca: la Universidad de San Francisco Javier y el Colegio San Juan Bautista, estando presentes el Presidente Martínez de Tineo, el oidor José López Lisperguer y el escribano Agustín Toledo. A cada hora, por las calles principales, un pregonero notificó a la población que los jesuitas serían expulsados por orden del rey [9].

Dos hermanos coadjutores del Colegio San Juan Bautista se encontraban ausentes, uno en la hacienda de Caraparí y otro en la de Mojocoya. Martínez de Tineo envió órdenes al Justicia Mayor de Tomina para que los despache a Chuquisaca. Los dos hermanos fueron conducidos con escolta de un oficial y cuatro soldados, pero sólo uno de ellos, el peninsular Bartolomé Míguez, llegó a Chuquisaca. El otro, el alemán Juan Jakob, emprendió la fuga en la última jornada de camino, pero fue más tarde arrestado en Paria, cerca de Oruro.

Entre el 17 y 29 de agosto se cumplió la orden en Cochabamba, Oruro, La Paz, Potosí y Tarija. En Potosí, además de los 6 jesuitas de esa comunidad, había 2 padres y 2 hermanos coadjutores de la Provincia del Paraguay, encargados de la procura de sus misiones. Los 13 jesuitas de Tarija, pertenecientes también a la provincia del Paraguay, fueron conducidos a buenos aires. Uno de ellos murió en Yavi, a los cuatro días de camino. Los de las otras casas, junto con los de Chuquisaca, 64 en total, partieron por Arica o Tacna a Lima.

En la doctrina aymara de Juli, donde había 6 jesuitas, se efectuó el destierro el 3 de septiembre. Debido al levantamiento de los habitantes del pueblo y de los campesinos de las comarcas vecinas, que acudieron alarmados al oír las campanas de las iglesias que tocaban a rebato, el comisionado pidió refuerzos a las tropas acantonadas en Ilavi, previstas ya para la emergencia. Como aún así, la gente airada no se retiraba de la plaza principal, frente a la casa de los padres, el comisionado ordenó sacar a los jesuitas de noche por una puerta trasera. Sin ser vistos, vestidos como aymaras, de dos en dos, con pocos acompañantes, los expulsos se encaminaron a Tacna.

A mediados de agosto llegaron a Santa Cruz de la Sierra las órdenes de Martínez de Tineo. La expulsión de los 6 jesuitas de la residencia y la de los 4 misioneros de las reducciones cercanas, de Buenavista y Santa Rosa, fue encomendada al Gobernador Luis Alvarez de Nava. Este procedió en Santa Cruz el 4 de septiembre, en Buenavista el 12 y en Santa Rosa el 18.

El Coronel Diego Antonio Martínez, comandante del regimiento acantonado en Santa Cruz para acudir a la frontera de Mojos con el Brasil, asediada entonces por los portugueses, fue enviado a las misiones de Chiquitos. Martínez partió de Santa Cruz el 21 de agosto con 80 soldados de caballería. Dio inicio a las operaciones en San Javier el 4 de septiembre. Al ver que tres misioneros, ancianos y enfermos, no podrían resistir el viaje, escribió a Martínez de Tineo manifestando su parecer de que se quedasen. Este, en carta del 5 de diciembre de 1767 le contestó "que se desechaba como inconveniente y contrario a las reales instrucciones del extrañamiento el que se quedase ningún sujeto de la Compañía de Jesús en aquellos pueblos, aun a título de viejo o de enfermedad habitual como ahora se propone" [10].

En Mojos fue designado el Coronel Antonio de Aymerich, que se encontraba ya allí con sus tropas, para hacer frente a los portugueses. La expulsión comenzó el 4 de octubre de 1767 en la reducción de Loreto. El Teniente Coronel Joaquín de Espinosa, comisionado en las reducciones de Baures, las más lejanas, escribió a Aymerich aconsejando la permanencia en Magdalena de un sacerdote anciano. Aymerich, en carta fechada en Loreto el 5 de enero de 1768, le ordenó conducirlo de todos modos “aunque haya de morirse por el camino” [11].

Dadas las distancias de las reducciones, 10 en Chiquitos y 15 en Mojos, los viajes se realizaron en diferentes fechas, debiendo ser interrumpidos en la época de lluvias. Los 22 misioneros de Mojos y los 24 de Chiquitos se concentraron en Santa Cruz, de donde partieron en sucesivas expediciones a Lima, del trópico a la costa, por la ruta de Oruro, pasando por alturas de 4.000 metros. El 22 de mayo de 1768 salieron los últimos, 7 de Mojos y 6 de Chiquitos. El P. Juan José Messner, que pudo ir a caballo desde San Ignacio de Chiquitos a Santa Cruz, tuvo que continuar el viaje llevado en hamaca. Ya agonizante desde Oruro, fue obligado a proseguir a Tacna. Murió en el camino el 22 de abril de 1768, y fue enterrado en el pueblo de Pachía. El P. Ignacio Chomé, fue transportado en hamaca desde San Javier. Murió en Oruro el 7 de septiembre de 1768.

Audiencia de Lima (Provincia del Perú)

El Virrey Manuel de Amat recibió el despacho de Bucareli el 20 de agosto de 1767, antes que el de Aranda, que le llegó por la vía de Panamá. Amat estaba encargado de la ejecución del decreto en las casas de la Provincia del Perú que se encontraban dentro de la jurisdicción de la Audiencia de Lima: El Callao, Cusco, Arequipa, Trujillo, Ica, Huamanga, Pisco y Moquegua.

Amat aprovechó la festividad del 8 de septiembre, en la que las milicias rendían homenaje a su patrona, Nuestra Señora de Montserrat. Con el fin de tenerlas a la mano dio una fiesta en su honor en los cuarteles del palacio, con cena y música. Envió una nota a los oidores de la Audiencia y principales autoridades: “A las once de la noche, luego luego y sin excusa venga V. a palacio por la puerta que mira a los Desamparados, donde hallará el postigo abierto. Necesito a V. para cosas de mayor servicio del Rey, y le prevengo que su venida sea con tanto disimulo que no se entienda en su casa ni fuera de ella”[12].

Designó Amat esa noche a 700 personas que debían distribuirse en el Colegio Máximo de San Pablo, Noviciado, Casa Profesa de los Desamparados y Colegio del Cercado. En todas esas casas se procedió simultáneamente a las 9 de la mañana del 9 de septiembre de 1767. En el Colegio Máximo fueron concentrados 77 sacerdotes, 52 escolares y 61 hermanos coadjutores.

El día 10, el prior de San Agustín ordenó que no se celebrase la fiesta de San Nicolás de Tolentino, teniendo en cuenta la consternación general. A pesar de que Amat hizo saber que tendría por parciales a los jesuitas a quienes no acudiesen al acostumbrado regocijo, la plaza de San Agustín y las calles adyacentes permanecieron desiertas.

Durante los meses de septiembre y octubre fueron llegando a Lima los jesuitas de las demás casas de la Provincia del Perú, y a partir de noviembre la mayoría de los de la Provincia de Chile. Excepto los ancianos y enfermos, que fueron llevados al convento de San Francisco, los demás fueron conducidos al ya atestado Colegio Máximo. El 29 de octubre de 1767, 181 jesuitas de la Provincia del Perú salieron del Callao rumbo al Cabo de Hornos en el navío de guerra “El Peruano”.

Llegaron a Valparaíso el 30 de noviembre. Allí desembarcaron dos padres y un hermano enfermos. Este último falleció poco después. Otro hermano, Juan José Barragán, limeño, huyó aprovechando la confusión, sin que luego nada se supiera de su paradero. Subieron a bordo los primeros 24 jesuitas expulsos de la Provincia de Chile. Reiniciaron el viaje el 1° de enero de 1768. El 16 de diciembre de 1767 partió una nave con 49 enfermos de ambas provincias a Panamá.

Entre marzo y mayo de 1768 salieron cuatro naves al Cabo de Hornos, y entre julio y noviembre otras tres a Panamá. En uno de esos viajes partió expulso con los jesuitas un dominico de Lima que los defendió en el púlpito. El sacerdote secular Urbano Rodríguez, de Huancavelica, que había dejado la Compañía en 1748, fue, no obstante incluido entre los expulsos. En 1771 fue restituido al Perú por decisión de un tribunal de Madrid. Los últimos cuatro salieron el 31 de julio de 1769 en la nave “San Miguel” hacia el Cabo de Hornos.

Los jesuitas de la Provincia del Perú eran en total 463: 257 sacerdotes, 83 escolares y 123 hermanos. Los sacerdotes criollos eran 184, los peninsulares 42, los extranjeros 18 (7 alemanes, 6 italianos, 3 austríacos, 1 húngaro y 1 bohemo). Los escolares criollos eran 49 y los peninsulares 17. Los hermanos criollos eran 32, los peninsulares 60 y los extranjeros 19 (9 alemanes, 5 italianos, 3 franceses, 1 andorrano y 1 portugués) Los nos especificados eran 13 sacerdotes, 17 escolares y 12 hermanos, todos criollos o peninsulares. De los 14 novicios escolares, todos criollos, sólo dos pasaron al Puerto de Santa María. De los nueve novicios coadjutores pasó al Puerto de Santa María el único peninsular. Los demás, aunque con alguna resistencia al principio, acabaron cediendo a las presiones[13].

Provincia de Chile

En la primera quincena de agosto llegó a Santiago el oficial Juan Sala con los pliegos de Bucareli. El Gobernador y Capitán General de Chile, Antonio Guill y Gonzaga, para evitar que llegara la noticia de la expulsión, ya efectuada al otro lado de la cordillera, mandó cerrar todos los pasos. A pesar de sus precauciones, todos supieron de la existencia del decreto antes de su promulgación.

Los jesuitas de la Provincia de Chile tenían casas en Santiago, Concepción, Bucalemu, Chillán, Coquimbo, Buena Esperanza, Quillota, San Fernando, Valparaíso, Logroño, Copiapó, Mendoza, San Luis de la Punta, San Juan, San Agustín de Talca, Aconcagua, Valdivia, San Francisco de Selva, las misiones de la Frontera, y Castro con las misiones de Chiloé.

Se produjo el arresto en todo el territorio el 26 de agosto a la 3 de la mañana. Ese día, el Obispo de Santiago, Manuel de Alday, mandó una circular a los superiores de las órdenes religiosas: “El Obispo de esta ciudad avisa a V.R., como el Muy Ilustrísimo Señor Presidente de esta Real Audiencia le acaba de noticiar, cómo el Rey Nuestro Señor ha determinado extrañar de sus dominios la Religión de la Compañía de Jesús, cuya providencia no comprehende a las otras Religiones ni a los Monasterios. V.R. en el suyo lo avise, para que la comunidad esté quieta, encargando que no se hable, sino con respeto de las órdenes del soberano, y que se encomiende particularmente a Dios esta Sagrada religión, para que la ampare, y a sus individuos, para que les dé conformidad en un lance tan sensible”[14].

Los jesuitas de San Juan, San Luis y Mendoza, 17 en total, fueron conducidos a Buenos Aires, donde se embarcaron a España. El P. Juan José Godoy, mendocino, se escondió. En abril de 1768 se presentó en Chuquisaca al Arzobispo Pedro Miguel de Argandoña. Detenido por órdenes del Presidente de la Audiencia de Charcas, Victorino Martínez de Tineo, fue despachado a Oruro, de donde siguió viaje a Lima con los misioneros de Mojos y Chiquitos el 12 de septiembre de 1768.

Los nueve misioneros de Chiloé fueron conducidos directamente a Lima. Los demás se concentraron en Valparaíso. En enero de 1768 se embarcaron allí 24 jesuitas rumbo al Cabo de Hornos con los primeros expulsos de la Provincia del Perú. El resto pasó a Lima. De allí partieron en diferentes expediciones, juntamente con los del Perú, al Cabo de Hornos o a Panamá. El hermano alemán José Zeittler, farmacéutico, permaneció aún en Santiago durante cuatro años, por considerárselo útil a la ciudad, debido a su profesión. Cinco misioneros alemanes de Chiloé no volvieron a sus países. Acusados de querer entregar las islas de Chiloé a los ingleses se quedaron en diferentes ciudades de España, recluidos en monasterios y conventos.

La Provincia de Chile contaba en 1767 con un Colegio Máximo, un noviciado, 10 colegios, 10 residencias y las misiones de Chiloé y de la frontera araucana. Eran en total 332 jesuitas, de los cuales 238 eran sacerdotes, 24 escolares y 64 hermanos Los sacerdotes criollos eran 156, los peninsulares 35, los extranjeros 21 (17 alemanes, 3 italianos y 1 francés), y los no especificados 26. Los escolares eran 20 criollos y 4 peninsulares. Los hermanos eran 14 criollos, 21 peninsulares y 29 extranjeros (28 alemanes y 1 italiano). Los 9 novicios, 5 escolares criollos y 4 hermanos, de los cuales uno era peninsular, pasaron al Puerto de Santa María[15].

Virreinato del Nuevo Reino

Provincia de Santa Fe

El Virrey del Nuevo Reino de Granada, Pedro Messía de la Zerda, recibió el 7 de julio de 1767 los despachos enviados por Aranda, uno destinado a él, y otro al Presidente de la Audiencia de Quito, José Diguja. El virrey estaba directamente encargado de la expulsión de los jesuitas de la Provincia de Santa Fe o Nueva Granada, con casas en Santa Fe de Bogotá, Tunja, Antioquia, Honda, Cartagena de Indias, Mompós, Pamplona, Maracaibo, Mérida y Santo Domingo, y con misiones en los Llanos y Oriente. Además, de los de las casas de Popayán, Pasto y Buga, pertenecientes a la Provincia de Quito.

En la capital del virreinato, Santa Fe de Bogotá, se celebró el 31 de julio la fiesta de San Ignacio con la solemnidad de costumbre, con la asistencia del virrey y oidores de la Audiencia. A media noche, el Colegio Máximo, el seminario y la residencia de las Nieves fueron rodeados de soldados. El superior del Colegio Máximo, P. Manuel Balzátegui, oída la lectura del decretó, lo besó y los puso sobre su cabeza en señal de acatamiento.

Los jesuitas de Bogotá, divididos en tres grupos, partieron de Cartagena entre el 2 y el 6 de agosto. Por enfermos se quedaron 6 padres y 1 hermano. El virrey en persona tuvo que intervenir para obligar a quedarse al P. Diego Terreros, de 85 años, que insistía

en seguir la suerte de los expulsos. En Tunja, donde se encontraba el noviciado, se llevó a cabo la expulsión el 1º de agosto a las 4 de la mañana. No fueron expulsados dos padres y un hermano ancianos.

El comisionado en las misiones de los Llanos fue el capitán de coraceros Francisco Domínguez de Tejada. Recibió la orden el 21 de agosto de 1767. Confió las seis reducciones del Casanare a religiosos dominicos y las del Meta a agustinos recoletos. Los doce misioneros jesuitas fueron enviados a la Guayana, gobernación de Venezuela, y entregados al oficial real Andrés de Oleaga.

En Popayán se procedió el 16 de agosto. El escribano leyó el decreto sin poder contener las lágrimas. En Pasto, al saberse los sucedido en Quito y Popayán, las autoridades, que aún no habían recibido notificación oficial, visitaron a los padres no para detenerlos sino para condolerse con ellos. El teniente municipal, Diego Pérez, mandó decir a los organizadores de las fiestas populares en honor de San Sebastián: “Bueno es que tratéis ahora de fiestas, cuando, si nos fuera posible, deberíamos enlutar las calles y la ciudad toda” [16].

Hubo retraso en el envío de comisionados, porque el Gobernador de Popayán, José Ignacio de Ortega, creía que la expulsión de los jesuitas de Pasto estaba confiada al Gobernador de Quito. Aclarada la confusión, envió Ortega a Ramón de la Barrera. Por decisión de éste no prosiguieron viaje los PP. Luis Tamariz, Lucas Portolani, Mariano Ferrer y el H. José Vidales. Llegada de Bogotá una orden terminante, partieron los cuatro el 22 de diciembre de 1767. El comisionado Barrera intentó aún hacer una excepción con el H. Vidales, pero éste insistió en partir. El conductor, dejándolos en Popayán, siguió solo a Cartagena para informar que los enfermos no estaban en condiciones de proseguir el viaje.

Los cuatro quedaron recluidos en Popayán en diferentes conventos. El canónigo Jerónimo Pérez de Guzmán presentó a las autoridades un escrito, afirmando que el gobernador, en connivencia con el obispo permitía la permanencia de jesuitas con el pretexto de enfermedad. Sus informes llegaron a manos del Conde de Aranda, quien ordenó perentoriamente el envío de los enfermos. Los médicos declararon resueltamente que sería un crimen permitir el viaje de los dos más graves, el P. Lucas Portolani y el H. José Vidales. Ortega resolvió ordenar la permanencia de éstos. El 21 de junio de 1770 salieron de Popayán los PP. Ferrer y Tamariz.

En el momento de la expulsión, la Provincia de Santa Fe tenía un Colegio Máximo, un Colegio seminario, un noviciado, 11 colegios y 3 misiones. Eran en total 265 jesuitas. Los sacerdotes eran 169: 61 criollos, 92 peninsulares, 16 extranjeros (8 alemanes, 8 italianos). Los escolares eran 15: 4 criollos y 11 peninsulares. Los hermanos eran 81: 24 criollos, 48 peninsulares y 9 extranjeros (5 alemanes, 3 italianos y 1 austríaco). Los novicios escolares eran 1 criollo y 3 españoles. Los novicios hermanos 2 criollos y 4 españoles [17].

Provincia de Quito

El Presidente de la Audiencia de Quito, José Diguja, recibió los pliegos del Virrey Pedro Messía de la Zerda el 6 de agosto. Los pliegos enviados por Aranda por la vía de Panamá le llegaron el 17 de octubre. Dentro de la jurisdicción de Diguja se encontraban los jesuitas de la Provincia de Quito, con casas en Quito, Cuenca,

Riobamba, Ibarra, Latacunga, Guayaquil, Loja, Ambato, Panamá, y en las misiones del Marañón y del Napo. Los jesuitas de Popayán, Pasto y Buga habían sido encomendados directamente al virrey, junto con los de la Provincia de Santa Fe.

En Quito se llevó a cabo el arresto el 20 de agosto de 1767. La “caja de depósito” señalada fue el puerto de Guayaquil. Allí se concentraron los de Quito, Ibarra, Latacunga, Riobamba, Ambato, Cuenca y Loja. En diferentes fechas partieron a Cartagena de Indias, donde se reunieron con los de la Provincia de Santa Fe, con quienes se embarcaron al puerto de Santa María en septiembre, octubre y noviembre de 1767.

En las misiones del Marañón y del Napo la expulsión se efectuó un año más tarde, principalmente por la dificultad de encontrar sacerdotes que reemplazasen a los jesuitas. El Obispo de Quito, Pedro Ponce, que había recibido órdenes terminantes de Madrid, usó el recurso de fijar edictos pidiendo voluntarios para el presbiterado. Ordenados apresuradamente, 18 individuos fueron enviados a hacerse cargo de las misiones de la Compañía, junto con otros 9 sacerdotes antiguos. Los 6 misioneros del Napo y Aguarico, que atendían 6 reducciones y los pueblos de españoles de Santa Cruz de Lamas, Archidona y Puerto de Napo, enterados del decreto sólo por rumores, sin haber recibido notificación oficial alguna, se dirigieron por su cuenta unos a Quito y otros a Guayaquil.

Los 18 padres y 1 hermano de las misiones del Marañón, que atendían 27 reducciones de Mainas, Pastaza e Iquitos, por órdenes del comisionado José Basabe se reunieron en Loreto, de donde partieron por el río Amazonas el 13 de noviembre de 1768. Al día siguiente llegaron a San José de Yavarí, primer pueblo del Brasil, que había sido misión de los jesuitas portugueses, expulsados por Pombal en 1758. Pueblo fantasma, en ruinas y casi vacío, era una muestra de lo que llegarían a ser en poco tiempo los pueblos de las misiones del Marañón. La mayor parte de la gente había sido esclavizada o había huido a la selva.

El 3 de diciembre fueron entregados a las autoridades portuguesas. Después de una travesía penosa llegaron al puerto de Gran Pará el 19 de enero de 1769, donde fueron encerrados con prohibición absoluta de decir misa. Casi todos enfermos, se hicieron a la mar el 11 de abril. Llegaron a Lisboa el 7 de mayo de 1769 y de ahí pasaron al puerto de Santa María.

Los jesuitas de la Provincia de Quito eran 263: 189 sacerdotes, de los cuales 100 eran criollos, 48 peninsulares, 37 extranjeros (15 italianos, 14 alemanes, 6 bohemos, 1 francés y 1 austriaco y 4 no especificados; 10 escolares, de los cuales 8 criollos, 1 peninsular y 1 no especificado; 64 hermanos, de los cuales 22 eran criollos, 22 peninsulares, 17 extranjeros (8 italianos, 6 alemanes, 1 bohemo, 1 portugués y un austriaco) y 3 no especificados. Los novicios eran 5 criollos, sin especificación de su condición de escolares o hermanos 18.

Las consecuencias

En todas partes la ausencia de la Compañía se notó de inmediato en la pastoral del confesonario, dirección espiritual, atención de hospitales y cárceles, enseñanza del catecismo y misiones populares. En las ciudades principales agonizaron o se extinguieron dinámicas y florecientes Congregaciones Marianas, del Sagrado Corazón y de la Buena Muerte. En general, las universidades y colegios, o se suprimieron o se mantuvieron en un nivel notablemente inferior, tanto en la calidad de la enseñanza como en el número de alumnos.

18 ARSI. Nuevo Reino 6ª. 6b.

En pequeñas ciudades y pueblos, desparecidas las escuelas de gramática de los jesuitas, tardaron en reabrirse 20 o 30 años, y en algunos casos se reiniciaron sólo el siglo siguiente. En todas las ramas del saber dejaron los expulsos vacíos más o menos notables. En algunos sitios, principalmente en Chile y en las misiones guaraníes, los hermanos artesanos, casi todos extranjeros, no pudieron ser reemplazados fácilmente.

El exilio, sin embargo, produjo a la larga frutos considerables, pues pudieron los jesuitas continuar su labor intelectual. Además de tratados de teología, filosofía, matemáticas, literatura y obras piadosas, sumergidos casi todos sin mayor relevancia entre los de su época, escribieron libros de capital importancia sobre el continente americano. Probablemente, muchas de esas obras jamás hubieran sido escritas sin el ocio forzado del destierro y sin la añoranza del país lejano.

De particular interés son los diarios del destierro, muchos publicados más tarde o aún inéditos, entre los cuales sobresalen los de los PP. José Manuel Peramás, de la Provincia del Paraguay, Juan de Velasco y Manuel Joaquín Uriarte, de la Provincia de Quito, Benno Ducrue, de la Provincia de México y Francisco Puig, de la Provincia de Filipinas, y uno anónimo sobre la expulsión de la Audiencia de Charcas, de la Provincia del Perú. Igualmente importantes son las biografías de los jesuitas expulsos.

Los jesuitas criollos, desarraigados sólo físicamente, continuaron ligados a sus países de origen. Fueron máximos exponentes de una conciencia criolla, diferenciada de la del peninsular. No con visión cosmo-americana, sino regionalista o localista, con rasgos culturales casi ya nacionalistas, dentro del marco restringido de los virreinatos y audiencias, presentaron vastos cuadros enciclopédicos de historia, geografía, botánica, zoología, etnografía y lingüística. Se destacaron los mexicanos Francisco Xavier Alegre, Miguel del Barco, Francisco Xavier Clavijero, Andrés Cavo, el quiteño Juan de Velasco, el chileno Juan Ignacio Molina y los río platenses Joaquín Camaño y Gaspar Suárez. El guatemalteco Rafael Landívar, inspirado en el paisaje, abrió nuevos cauces a la poesía.

Sin duda, al surgir los movimientos independentistas en el siglo XIX, algunos criollos los vieron con simpatía. Sin embargo, fueron probablemente más numerosos los que se sentían españoles, aunque eso sí, de América. No existió entre ellos una corriente marcada de pensamiento independentista, ni menos una actividad política. Fueron casos aislados los de Juan Pablo Viscardo, escolar de la Provincia del Perú, arequipeño, disidente ya en 1768, y Juan José Godoy, sacerdote de la Provincia de Chile, mendocino, quienes por otra parte, no desempeñaron papel relevante.

Los peninsulares y extranjeros enriquecieron igualmente las ciencias americanistas. Entre los primeros descollaron José Sánchez Labrador, José Manuel Peramás, José Jolís, Domingo Muriel, y entre los segundos Felipe Salvador Gilij, Juan Domingo Celeti, Florián Paucke, Martín Dobritzhoffer, Tomás Falkner y Francisco Javier Eder.

Los antiguos misioneros abrieron una verdadera etapa en la lingüística americana. Antes de la expulsión, las obras escritas en las lenguas americanas habían nacido de la acción pastoral. Los jesuitas escritores estaban interesados en comunicar el mensaje evangélico a los indígenas. Las gramáticas y vocabularios surgen como un medio para llegar a ese fin. Y luego aparecen los catecismos, confesionarios, sermonarios, cancioneros y escritos o traducciones piadosas. Esa labor ingente constituye el monumento más precioso dejado a la posteridad por los expulsos.

No sólo están representados los idiomas más difundidos como el nahuatl, maya, quechua, aymara, guaraní, tagalo y bisaya, sino muchos ya extinguidos, como los del Chaco. Algunas gramáticas son las únicos existentes en idiomas aún hablados, como la del zamuco (o ayoreo), del P. Ignacio Chomé, o la del baure del P. Antonio Maggio.

Con la llegada de los expulsos a Europa, se descubrió el valor científico de ese esfuerzo, tanto por la calidad intrínseca de algunas obras, como por ser muchas de ellas los únicos testimonios de lenguas hoy extinguidas. Principalmente como colaboradores de los PP. Lorenzo Hervás y Panduro y Filippo Salvatore Gilij, criollos, peninsulares y extranjeros, juntamente con brasileños y portugueses, escribieron gramáticas y vocabularios de las lenguas americanas y filipinas. Christoph Gottlieb von Murr, que no era católico, investigó especialmente las obras escritas por los misioneros de los países germánicos.

En el siglo XIX Wilhelm von Humboldt aprovechó mucho material de los jesuitas en sus estudios sobre las lenguas americanas. Alcides d’Orbigny en sus escritos sobre América del Sur mostró la mportancia de la labor lingüística de los jesuitas. Lucien Adam y Julius Platzmann reeditaron o publicaron por primera vez catecismos y gramáticas de los misioneros, sacándolos del olvido, iniciativa seguida por otros investigadores, universidades e instituciones culturales.

Toda esa producción americanista, surgida del recuerdo, muestra como contrapartida, que las consecuencias más graves del exilio se produjeron precisamente en las misiones. A la salida de los jesuitas, todas entraron en decadencia. No pocos de los sacerdotes seculares que los reemplazaron dejaron mucho que desear como pastores y misioneros. Incluso las misiones confiadas a religiosos, mejor organizados y más celosos, no pudieron rehacerse del golpe.

Los nuevos misioneros, sin conocimiento de los idiomas, tuvieron que afrontar dificultades que no habían conocido los jesuitas. Supeditados a las autoridades civiles, en continuo conflicto de jurisdicciones, lograron a lo más atenuar el desastre. A pesar del cúmulo de inconvenientes, continuaron la labor pastoral, y en algunos casos, como entre los chiriguanos en la región de Tarija, en la Audiencia de Charcas, ampliaron más tarde su labor misionera.

Se interrumpió sobre todo la unidad, tanto en el régimen interno de las misiones como en la administración temporal. Abiertas las misiones a los blancos “con el fin de facilitar el comercio”, como decían las instrucciones de Aranda, en breve plazo muchos pueblos desaparecieron, debido a la huida de sus habitantes, o fueron habitados por los blancos. Transformados en peones de hacienda, fueron integrados en la sociedad criolla en el último peldaño. Se interrumpió la exploración de nuevas rutas de comunicación y la apertura de caminos. En el Chaco, mocobíes, vilelas, lules, tobas y chiriguanos, reiniciaron sus malones. Derrotadas por el blanco, en guerra desigual, algunas etnias fueron extinguidas.

Vueltos los jesuitas en el siglo XIX, retomaron poco a poco con vigor su actividad educacional y pastoral, sobre todo en las ciudades. Si bien pudieron regresar a algunas de sus antiguas misiones, como a la Tarahumara y al Marañón, o se hicieron cargo de lagunas nuevas, ya no recuperaron el papel protagonista, cultural y religioso de los misionero expulsados por Carlos III.

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[1] "Instrucción de lo que deberán ejecutar los Comisionados para el extrañamiento y ocupación de bienes y haciendas de los jesuitas en estos Reinos de España e islas adyacentes, en conformidad de lo resuelto por S.M". Colección de las providencias sobre el extrañamiento. Madrid, 1767. T.I, 6ss. y 20 ss.

[2] Catálogos de las Provincias de México, Filipinas, Perú, Paraguay, Chile, Santa Fe, Quito,

1767. Archivo de

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola:

Te agradezco la información que presentas, me ha sido de gran ayuda.


Saludos cordiales